La izquierda peruana tiene una enorme oportunidad de pasar a segunda vuelta con Verónika Mendoza, sumando nuestro país a los procesos de cambio que se dan en Ecuador, Bolivia y Chile. Para ello no necesitamos despejar los temores de la derecha que nos ha hundido en esta crisis, sino atender la desconfianza de un sector del pueblo que piensa que todos los políticos son iguales. Hoy existe un 30% de electores que aún no deciden su voto. Entonces ¿Cómo nos ganamos la confianza de esos sectores? Eso es lo que está en juego.
Contra lo que creen algunos, estas son las elecciones más politizadas en décadas; de ahí la importancia de los programas, de las propuestas, en nuestro caso de una apuesta por cambios de fondo no por maquillajes. Vero personifica ese programa, entonces nos cabe perseverar en el cambio profundo que nos hemos prometido, tanto de régimen como de modelo económico. Eso determina la necesidad de una nueva Constitución sin la cual no será posible terminar con la inestabilidad política, ni tan siquiera revertir la crisis en salud y educación. La emergencia sanitaria que padecemos no aleja, sino todo lo contrario, hace más imperativa esta necesidad, aun con un plan de urgencia de por medio.
La polarización política que ha generado la crisis es tan real que no admite salidas de «centro», son los extremos los que pueden atraer la desesperación de la gente, basta ver en que termina Julio Guzmán después de la gestión de Sagasti. Varios candidatos de la derecha lo han entendido así y buscan posesionarse con un discurso autoritario apelando a la «mano dura» o meter «miles de policías» para destrabar Conga y Tía María. Uno de ellos prefiere correrse a la izquierda demagógicamente desde un viejo partido de derecha calculando que ello le daría mayores réditos. Los que se quedan en el medio asumiendo una posición de «centro derecha» se desmoronan.Todos ellos tienen en común que ponen en manos de la inversión privada la salvación de país y prometen el oro y el moro a partir de ese compromiso. Otro de ellos hasta se atreve a pedir que una gran potencia venga a ordenar la casa. Son, al fin y al cabo, defensores del modelo económico que 30 años después, lejos de acercarnos al club de los países ricos como anunciaban, nos ha conducido al desastre actual.
A ellos les espanta que hablemos de una nueva reforma agraria, más si incluimos poner límites a la tenencia de la tierra como reclaman pequeños y medianos agricultores que cuestionan el retorno del latifundio. Les aterra que hablemos de soberanía y que esta no se limite al cobro de impuestos o deudas a la SUNAT, sino que ponga en cuestión el patrimonio sobre nuestros recursos estratégicos como sucede en Bolivia, única vía para aspirar a un desarrollo industrial que termine con el atraso y la informalidad. Tienen pánico si ponemos en la picota los TLC que arruinan a nuestros productores y si nos atrevemos a cuestionar la hegemonía imperial USA en estas latitudes. Todo esto y más será posible abordar con un gobierno del pueblo y una Asamblea Constituyente que nos permita refundar una nueva República de cara al Bicentenario. Esa es la trascendencia histórica del cambio que nos compromete.
Que la derecha se ponga histérica ante la posibilidad que Verónika se alce con la victoria electoral era de esperarse, en lo que debemos insistir es en ganar la voluntad de un pueblo harto de más de lo mismo. El contexto Latinoamericano y todo el proceso de luchas democráticas y anticorrupción que preceden estas elecciones abren esa posibilidad para la izquierda a condición de que sepamos ampliar nuestra base de apoyo social sin ceder a los arrebatos del gran empresariado que nos quiere hacer creer que necesitamos de su permiso.