Via Viento Sur
El pasado jueves 14 de enero se conmemoró en Túnez el décimo aniversario de la revolución que en 2011, tras un mes de protestas y centenares de muertos, derrocó al dictador Ben Ali y activó, por contagio elemental, el ciclo revolucionario en la región. No se conmemoró. Amparándose en la crítica situación sanitaria, el gobierno de Hichem Mechichi impuso un confinamiento de cuatro días cuyo verdadero propósito no ha pasado a nadie desapercibido. No está el país para celebraciones y menos para celebraciones multitudinarias en las que se recuperen las demandas de los jóvenes que se levantaron contra la dictadura hace diez años y se revele, a contraluz y por contraste, lo poco que han obtenido.
El 17 de diciembre de 2010 -recordémoslo- un joven vendedor de verduras, Mohamed Bouazizi, se inmoló delante del palacio del gobernador de Sidi Bouzid, una ciudad deprimida de 50.000 habitantes situada en el centro de Túnez. Su acción desesperada, y enseguida su muerte en un hospital de Ben Arus, detonaron un movimiento imparable de sublevación espontánea que, desde las poblaciones rurales del sur, fue ascendiendo hasta la capital, de tal modo que a las reivindicaciones materiales de las clases subalternas -trabajo, pan, servicios públicos- se sumaron las de las clases medias urbanas -libertad de expresión, derechos civiles, democracia-, en una confluencia explosiva resumida en la divisa dignidad (karama). El 14 de enero, una multitudinaria manifestación delante del ministerio del Interior, verdadero núcleo del corrupto poder dictatorial, forzó la huida de Ben Ali, que regía el país desde 1987. En los meses sucesivos, silenciosos forcejeos en la sombra y enfrentamientos entre el ejército y la policía, bajo la presión de la calle (con las dos ocupaciones de la Kasba, sede del gobierno), desembocaron en la convocatoria de una Asamblea Constituyente en marzo de 2011. Miles de presos políticos fueron excarcelados y miles de exiliados, entre ellos Rachid Ghanouchi, líder del partido islamista Ennahda, retornaron con entusiasmo al país. Un centenar de partidos políticos, nuevos o prohibidos, se inscribieron en el registro para concurrir a las primeras elecciones libres de la historia de Túnez. Los jóvenes tunecinos dejaron de coger pateras para huir a Lampedusa.
Los que vivimos de cerca estos acontecimientos no podemos olvidar el entusiasmo radical de aquellas jornadas. El miedo que había mantenido atenazado el país, al levantar su mordaza, volteó el marco de la sensibilidad colectiva: la auto-organización, la solidaridad, la disciplina, el altruismo, la buena educaciónse adueñaron de la escena pública, demostrando que el desorden y el individualismo extremo eran efectos funcionales de la dictadura, y no marcas del destino o de la naturaleza. Durante dos meses, provisionalmente fuera de juego el antiguo régimen y aún no presentes los partidos políticos clandestinos que lo habían combatido, la más frágil y exigente utopía excogitó programas, enumeró demandas, gestionó el tráfico y la seguridad barrial, renovó la cultura, se apropió la memoria y marcó a toda una generación antes de ser ahormada, entre golpes de porra y concesiones políticas, en el marco de una transición democrática pactada, a la española, entre viejas y nuevas élites; transición que, sin resolver los problemas materiales de las regiones desfavorecidas, ha ido dejando incumplidas sus promesas de transformación democrática radical.
En todo caso, durante unos meses Túnez desmintió todos los clichés islamofóbicos occidentales al poner en marcha una protesta victoriosa de carácter democrático, laico y soberanista. Como he escrito a menudo, la revolución tunecina reveló la débil raíz popular de las siniestras fuerzas cuatrillizas que engrilletaban como un destino la región: las dictaduras, las intervenciones occidentales, el islamismo radical y el nacionalismo árabe. La revolución tunecina fue democrático-social, anticolonial, no-árabe y no-islamista; sus protagonistas, hombres y mujeres, reclamaban el imperio de la ley, no el de la Sharia, enarbolaban la bandera nacional con la que se fundó en 1956 el país contra los franceses y pedían libertades políticas y justicia social.
Como sabemos, procesos muy semejantes -revueltas espontáneas sin partido, democráticas y laicas- se reprodujeron en toda la región, en una sacudida sísmica que puso fin, con treinta años de retraso, a la Guerra Fría. Conviene que no olvidemos esto ahora que, diez años después, nuevas sombras se ciernen sobre esta parte del mundo. Condiciones muy parecidas (poblaciones muy jóvenes y con altísimos niveles de desempleo, regímenes corruptos y dictatoriales o directamente despóticos) explican ese fulminante contagio que, de alguna manera, se extendió a los indignados europeos y luego al resto del planeta. En el mal llamado mundo árabe (porque es también kurdo y amazigh) esas revueltas derrocaron, en pocas semanas, regímenes de décadas: Ben Ali en Túnez, Hosni Moubarak en Egipto, Ghadafi en Libia, Ali Saleh en Yemen. Las revueltas rozaron Argelia, tocaron Marruecos, agitaron Iraq, acosaron la monarquía de Bahrein, aterrorizaron a la teocracía saudí y pusieron contra las cuerdas el régimen patrimonialista y sangriento de Damasco. De algún modo, la resistencia feroz de la dinastía Al-Asad detuvo y revirtió este proceso luminoso y casi estupefaciente, el cual, sobre todo a partir del golpe de Estado del general Sisi en Egipto en julio de 2013, se reveló capturado por fuerzas contra-revolucionarias de distinto signo y recíprocamente pugnaces. No es verdad, como pretendieron analistas de derechas y de izquierdas, muy cómodos en moldes binarios obsoletos, que las revoluciones árabes surgieran de conspiraciones islamistas y/o imperialistas. Respecto del islamismo, más bien ocurrió al revés: la derrota inducida de esas revoluciones, y la negativa a aceptar (como en Egipto o en Túnez) la victoria electoral de los partidos islamistas moderados próximos a los Hermanos Musulmanes, fue la que reactivó -de manera muy conveniente para casi todos los actores geopolíticos- la opción yihadista, ahora bajo el rubro de Daesh o ISIS (según se prefiera), cuyo apoyo popular en la región ha sido y sigue siendo mínimo.
En cuanto al imperialismo, cuesta trabajo aún aceptar que las revoluciones árabes, reventando los esquemas de la Guerra Fría, introdujeron en la región un nuevo desorden global o una geopolítica del desastre que reveló y aceleró el declive del imperio estadounidense en favor de potencias y subpotencias locales cuyas alianzas volátiles se atan y desatan en el marco de la verdadera Guerra Fría de la zona: la que enfrenta a Arabia Saudí e Irán y, en segundo plano, a Arabia Saudí con Turquía y Qatar. Todos los otros conflictos pivotan en torno a estos. Es el caso de Yemen y de Siria, desde luego, pero también el de Libia, donde vemos cómo los alineamientos de las potencias occidentales (y Rusia) van un poco a remolque de las políticas de Emiratos y Arabia Saudí y de su enfrentamiento con Erdogan. A esto hay que añadir la labor silenciosa de Israel, que aprovecha esa Guerra Fría regional, y el desorden global imperante, para seguir masacrando a los palestinos y clavarse aún más en el corazón del Próximo Oriente, y ello gracias a su relación con Arabia Saudí y, a través de ella, a su reciente aproximación a Bahrein, Emiratos, Marruecos y Sudán, con los que acaba de establecer o va a establecer -pecado mayor en el imaginario regional- relaciones diplomáticas. El resultado de estas múltiples contra-revoluciones en pugna puede parecernos atroz, y lo es, pero no obedece ya a la reglas del campismo del siglo pasado. En Siria mandan Rusia e Irán, que también decide el destino de Iraq y, en parte, el de Yemen. En el norte de África se disputan la influencia Arabia Saudí/Emiratos y Turquía/Catar. No es que la UE y EE UU hayan quedado fuera de juego; es que ya no dominan el juego o no lo dominan como antes. Uno de los efectos de las llamadas revoluciones árabes ha sido, en efecto, el de poner fin al orden surgido de la Segunda Guerra mundial y a la hegemonía estadounidense establecida tras el fin de la Guerra Fría. No podemos estar seguros de que eso sea tan bueno como esperábamos, pero conviene no engañarse al respecto.
Sea como fuere, el proceso de democratización global emprendido en 2011, cuyo fulcro fue la región árabe, se ha visto volteado en un proceso inverso de des-democratización global que no solo afecta a los países de la zona (incluida Turquía, donde Erdogan, perdida la batalla regional, se ha ido volviendo cada vez más autoritario). En estos años, sí, hemos visto la radicalización de Europa, zapada por poderosos partidos de extrema derecha; hemos visto en América las victorias de Bolsonaro y Trump, ahora derrotado, pero cuyo legado destropopulista no será fácil disolver; y hemos visto, desde luego, la victoria de Al-Asad en Siria, el restablecimiento agravado de la dictadura en Egipto, las guerras de Yemen y Libia. Diez años después, no puede decirse que la democracia esté avanzando en el mundo sino todo lo contrario. Mientras que las condiciones sociales y económicas condenan a la marginación y la pobreza a millones de seres humanos, la democracia ha ido perdiendo vigencia y prestigio en todo el planeta. ¿En qué modelo concreto pensará hoy un argelino del Hirak en sus protestas contra el nuevo régimen del país? ¿Y los refugiados sirios? ¿Y los defensores de los derechos civiles en Arabia Saudí o Bahrein? ¿Y los jóvenes tunecinos que, hartos de promesas incumplidas, vuelven a aventurarse en pateras para cruzar a Italia?
En este contexto, al que hay que sumar la crisis sanitaria mundial, es casi un milagro que Túnez siga constituyendo una pequeña y relativa excepción. Pequeña y relativa, y en creciente deterioro. En términos sociales, basta pensar en la situación de Sidi Bouzid, la ciudad de Bouazizi y cuna de la revolución de 2011. Con un 23% de pobreza, más de un 20% de paro (muy superior entre los jóvenes) y un aumento de hasta el 90% en las demandas de trabajo en la primera mitad de 2020, Sidi Bouzid ocupa el tercer lugar del país en el ranking de protestas sociales: 885 entre el 1 de enero y el 30 de noviembre del año que acaba de terminar. El año 2020, en efecto, se cerró con manifestaciones en Kamour, Gabes, Qasserin, Sfax, Qairouan, Beja y Jandouba, algunas de ellas duramente reprimidas, convocadas para exigir políticas de desarrollo y empleo para la región. Según el FTDES (Forum tunecino de derechos económicos y sociales) el número total de movimientos de protesta en todo el país durante el pasado año fue de 8.759, incluidas huelgas, manifestaciones y concentraciones, lo que da una idea bastante precisa de la situación y explica la decisión del gobierno de confinar a la población en sus casas, con el pretexto sanitario, en coincidencia con el aniversario de la revolución. No ha servido de mucho. Mientras escribo estas líneas se multiplican los enfrentamientos violentos entre la policía y cientos de jóvenes que, en Túnez capital, Sousa y otras ciudades del país, violan el toque de queda y asaltan comercios y bloquean las carreteras.
En términos económicos, la dependencia del turismo en sus horas más bajas ha ido acompañada de la devaluación vertiginosa del dinar, el aumento de la inflación y el agotamiento financiero. Baste un dato: en el último consejo de ministros del año 2020 se abordaron las relaciones con el Fondo Monetario Internacional. Túnez necesita acceder a créditos por un importe superior a 18.000 millones de dinares a fin de garantizar el presupuesto. El primer ministro, Hichem Mechichi, ha intentado obtener el aval del FMI prometiendo a cambio el inicio inmediato y efectivo de las reformas estructurales exigidas por la institución financiera internacional, que ya anuló un acuerdo previo y suspendió un crédito anterior. Sabemos lo que significan estas reformas y por qué ningún gobierno postrevelucionario tunecino, ni siquiera los más neoliberales (como el caso del de Essid), se ha atrevido a acometerlas. La oposición del sindicato UGTT, y la creciente desesperación popular, hacen casi imposible tomar medidas -reducción salarial y más privatizaciones, entre otras- que producirían sin duda un nuevo estallido social. Sin ellas Túnez se ofrece, en todo caso, como un país en quiebra.
En estas condiciones, la situación institucional es más frágil que nunca. Túnez hizo en 2011 la primera experiencia exitosa de una alianza de gobierno entre la izquierda y el islamismo moderado (con los acuerdos entre el presidente Marzouki y el partido Ennahda) y aprobó en 2014, con un primer ministro islamista, la única Constitución laica, igualitaria y democrática del mundo árabe. Luego, tras el golpe de Estado en Egipto y ante el temor de una deriva semejante en Túnez, los islamistas aceptaron un diálogo nacional (del que formaron parte la Asociación tunecina de DDHH, la Empresarial tunecina y el sindicato UGTT) que llevó a la aceptación de un bipartidismo de hecho: las viejas y las nuevas élites, representadas respectivamente por el partido laicodel bourguibista Caid Essebsi y por el partido islamista de Ghanouchi, se repartieron el poder, creyendo así proporcionar al menos estabilidad política e institucional. Nidé Tunis se hizo astillas en apenas tres años y hoy tiene una presencia testimonial en el Parlamento; Ennahda, que renunció pragmáticamente a su programa más socialmente radical, abandonó a los mártires de la revolución y cerró en falso el proceso de justicia transicional, ha ido perdiendo el apoyo de sus votantes. En algún momento escribí medio en broma que Túnez había consumado celerísimamente, como en microondas, procesos de cambio que en Europa habían requerido siglos o al menos años; había pasado así en pocos meses del ancien régime a la revolución y enseguida a una transición pactada a la española; y ahora, no menos deprisa, a la descomposición del bipartidismo en favor de fuerzas adventicias de carácter populista y/o reaccionario. Pensemos en lo sucedido en las últimas elecciones presidenciales celebradas en 2019, cuya segunda vuelta se decidió entre Nabil Karaoui, el Berlusconi tunecino, entonces en prisión y hoy de nuevo en prisión (por delitos financieros) y el advenedizo y extravagante Kais Saied, un jurista sin partido, de cultura muy conservadora pero con una concepción muy radical de la democracia, que movilizó a miles de jóvenes en nombre de la revolución traicionada y que acabó barriendo a su rival. La fragmentación de las fuerzas parlamentarias y el conflicto abierto entre la Presidencia de la República y el Parlamento mantiene las instituciones en un estado de crisis permanente. Así las cosas, para las próximas elecciones legislativas todas las encuestas dan como favorito al Partido Destouriano Libre, encabezado por Abir Moussi, que reivindica “sin complejos” la figura de Ben Ali y promete un retorno a las políticas de la dictadura. En apenas diez años, los gobiernos sucesivos, minados de nuevo por la corrupción, tras perder el crédito revolucionario, han perdido también su credibilidad democrática. Ya no se trata de transformar el país sino de evitar un retroceso y una confrontación civil.
Tras este breve y desalentador repaso, cabría preguntarse qué queda de las revoluciones árabesdiez años después. Queda la memoria de un acontecimiento sin precedentes del que, por una vez, fueron protagonistas las poblaciones plebeyas y subalternas. Como bien recuerda Leyla Dakhly en una reciente entrevista en Le Monde: “ninguna insurrección puede valorarse solamente en términos de éxito o fracaso”. Lo decisivo en este caso fue que la sacudida de 2011 “introdujo el paradigma revolucionario en la historia social y política de esta región” en la que todos los cambios “revolucionarios” se habían producido siempre en términos de intrigas palaciegas y golpes de Estado: basta pensar en Nasser, en Sadam Hussein, en Jafid Al-Asad, en Ghadafi. En la memoria transformadora del mundo árabe no había ningún recuerdo que incluyera, salvo pasivamente, a sus ciudadanos; ningún cambio no promovido desde las élites y a favor o en contra del imperialismo estadounidense. El mundo árabe tiene ya su revolución francesa, un recuerdo que puede generar sin duda frustración pero que garantiza a las nuevas generaciones una alternativa al fatalismo que condenaba a esta parte del mundo a elegir entre dictaduras islamistas, dictaduras neoliberales y dictaduras nacionalistas. Todos los pueblos necesitan haber hecho alguna vez algo bueno -incluso idealizado en la memoria- para poder completar la obra más tarde. Todas las transformaciones empiezan, sí, con un buen recuerdo.
El derrocamiento en el año 2019 de Abdelaziz Bouteflika en Argelia y de Omar Bashir en Sudán, incluso si han conducido también a un callejón salida, demuestran que esa memoria se mantiene activa y que si las llamadas primaveras árabes no hicieron realidad los sueños de dignidad de sus protagonistas y no transformaron radicalmente las sociedades de la región, sí han transformado completamente su pasado. Donde, como sabemos, empieza todo.