Los proyectos neoliberales aprovecharon las crisis como oportunidades para expandir su proyecto de privatización profunda; en cambio, los gobiernos del progresismo en América Latina expandieron su proyecto redistributivo aprovechando la relativa bonanza económica que les proporcionaba estabilidad.
Pero hoy el desarrollo de múltiples crisis sucesivas siembra inestabilidad generalizada y agudiza el conflicto social para gobiernos de todo signo: las rebeliones del Black Live Matters en Estados Unidos iniciaron el camino para la derrota de Trump; en su momento, el gobierno de Dilma fue debilitado por las jornadas de lucha de Octubre de 2013; la crisis desgastó rápidamente la propuesta de Macri en Argentina, y en Ecuador otra rebelión indígena y popular logró desbancar el regreso del neoliberalismo de la mano del FMI (por citar solo algunos ejemplos).
Frente al espejo de estos procesos de la última década, aún es difícil saber cuáles serán las consecuencias políticas que tendrá para el gobierno de AMLO en México la terrible crisis que se agrava día a día en el país. Si bien la economía no ha sufrido quiebres profundos o estructurales, continúa la desaceleración y el estancamiento que vivíamos desde el sexenio pasado y que ahora, por la pandemia, arroja números negativos en el marco de la tendencia de decrecimiento mundial.
Esto no le ha impedido a AMLO desarrollar sus planes asistencialistas e impulsar programas sociales con la marca de su gobierno. En este sentido, su base social popular podría mantenerse, aunque probablemente no consiga expandirse. A nivel de las llamadas «clases medias» se percibe un desgaste pronunciado, sobre todo porque su plan de austeridad y el reajuste de presupuestos afectó a sectores ligados a las universidades, investigadores, sectores del arte, la cultura y gran cantidad de ONGs, asociaciones y organizaciones «intermediarias».
Otro descrédito creciente del gobierno se da en los sectores organizados de mujeres, que tienen ya desde hace algunos años presencia nacional. Se trata de un movimiento hacia el cual el ejecutivo exuda desprecio, minimizando sus demandas en un contexto de crecientes casos de feminicidios. El movimiento feminista comenzó a generar, además, una línea divisoria en la opinión, y sus justas exigencias empiezan a tener mayor eco en un momento de polarización.
Las posiciones retrógradas del gobierno frente a las demandas feministas son el origen de un descontento que se expande y que hoy ha llegado a expresarse al interior mismo del partido oficialista Morena, con amenazas de renuncia de parte de diversas militantes debido al apoyo expresado por AMLO hacia Félix Salgado Macedonio (candidato a gobernador de Guerrero por parte de Morena), acusado penalmente por haber cometido cinco violaciones.
Las elecciones de mediados de 2021 serán un primer termómetro de lo que ha implicado la crisis económica, pero también serán un indicador del eco que tuvieron las decisiones del gobierno en términos políticos y sociales y, en particular, de hasta dónde puede llegar a impactar electoralmente la crisis sanitaria, la llamada austeridad republicana, el enfrentamiento a los sectores medios e ilustrados y la afrenta a las mujeres.
Nuevas situaciones y posibilidades
¿En qué sentido condicionan las crisis a los gobiernos redistributivos? Si bien debemos salir del determinismo económico que expresa que la crisis económica determina a priori el comportamiento y el futuro de un proyecto político en el poder, es claro también que la crisis orienta un panorama general que encuadra las posibilidades de las acciones del Estado, aunque finalmente el camino que se escoge es una decisión política.
La crisis abre la posibilidad de la irrupción de movimientos sociales que puedan condicionar la orientación del proceso, y la presión que se recibe por parte de las masas movilizadas genera un marco de acción nuevo para los gobiernos. Ecuador es un claro ejemplo: la rebelión de 2019 reconstruyó el panorama de fuerzas políticas y detuvo en seco el plan neoliberal de Lenín Moreno, y hoy más del 60% de la población vota proyectos identificados con la izquierda.
En el caso de México, las élites ven en los cambios llevados adelante por AMLO un proceso radical de transformación del régimen, cuando lo que se está planteando son poco más que reajustes que, si bien rompen con algunas lógicas neoliberales, tienen la mira puesta en fortalecer su gobierno en medio de la crisis y de cara a las elecciones de 2021.
Un gobierno que pretende redistribuir la riqueza tiene que administrar estas múltiples crisis. Esto lo conduce a elegir entre tres opciones: la clásica salida neoliberal de fuerte endeudamiento y el pacto con los industriales y la burguesía financiera; la independencia de estas directrices pero con el fortalecimiento del Estado, su burocracia y los mecanismos corporativos y clientelares que puedan operar y, finalmente, un proceso de involucramiento de la sociedad y las clases populares que logre movilizar e incluir a estos sectores en proyectos contra la crisis (lo que implicaría una apertura).
El gobierno mexicano está centrándose en la segunda opción, reajustando lo más posible el aparato del Estado para tener mayor control en medio de tanta turbulencia. Incluso cuando eso implica continuar con el pacto de complicidad con el ejército, con la política antinmigrantes y con el extractivismo.
En este sentido, aunque el rechazo al endeudamiento con el FMI y otras instancias internacionales resulta un dato positivo, como así también lo es la recuperación parcial de la rectoría del estado en el sector energético, ambas cuestiones por sí solas son insuficientes ante el requerimiento de la renacionalización del sector energético o la necesidad de declarar la suspensión y renegociación de la deuda pública. Lo mismo sucede con la iniciativa gubernamental de reforma de la Ley de Energía Eléctrica. Si bien pretende fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad ante la voracidad de las empresas privadas (principalmente Iberdrola) y es apoyada por diversas organizaciones de usuarios y sindicatos, no toca el mercado eléctrico ni revierte la contrarreforma privatizadora.
Rumbo a las elecciones
El panorama político para la coyuntura electoral del 2021 es poco esperanzador. Se concentra cada vez más una coalición derechista que agrupa a los pequeños partidos liberales, a los desplazados del obradorismo y a los principales partidos burgueses, el PRI y el PAN. Por su lado, Morena cuenta con el apoyo del Partido del Trabajo (PT, partido socioliberal), el PES (Partido Encuentro Solidario) de la ultraderecha evangélica y el Partido Verde, antes aliado al PRI. Las candidaturas se están decidiendo con pactos por arriba, dejando de lado gran cantidad de candidatos populares apoyados por sus bases locales, y priorizando las alianzas con los sectores retrógrados desprendidos de otros partidos (como el caso de San Luis Potosí y Guerrero).
Las posibles candidaturas por las que valdría la pena llamar a votar se cuentan con los dedos de una mano y, además, aún están en disputa. En particular, las posibles candidaturas del movimiento obrero en Tamaulipas, que han tenido huelgas amplias en defensa de su salario, así como algunas candidaturas de personajes de izquierda en la CDMX y en algunas otras regiones.
¿Qué se juega en esta coyuntura? Tres cuestiones, principalmente: 1) el grado de desgaste o legitimación del gobierno de AMLO en estos tres años; 2) la puesta a prueba de una nueva alianza liberal-derechista y su capacidad de atraer a un electorado descontento a través de un programa neoliberal mezclado con demandas «progresistas» y conservadoras; 3) de forma más general, la consolidación o continuidad de la crisis de las nuevas relaciones del sistema de partidos.
Es importante señalar que, por ahora, la alternativa ultraderechista no será una opción o un elemento condicionante en estas elecciones. Pero la crisis de partidos que vivimos en 2018 se mantiene, y la fluctuación social puede dar salida a una propuesta de este tipo a futuro. Hoy, las expresiones de esa derecha están divididas a favor y en contra de Morena (representadas por el PES –Partido Encuentro Solidario– y por FRENA –Frente Nacional Anti AMLO–, respectivamente).
La izquierda debe construir un proceso alternativo con urgencia. Una opción que no haga el juego a la derecha ni le acorte el camino. Esto no implica que los conflictos entre el gobierno actual y el capital financiero y las corporaciones nos sean ajenos, pues esta lucha se da en torno al control del Estado, las empresas estratégicas y el territorio. No podemos desprestigiar una posible alternativa social a la izquierda de Morena apoyando procesos de liberalización, de privatización o aliándose a las transnacionales «verdes».
El proceso de reconstrucción de la izquierda anticapitalista en México dependerá de su capacidad para comprender las contradicciones existentes entre la oligarquía, el gobierno progresista y los movimientos sociales (sindicales, indígenas y de mujeres). Pero también de los sectores de la izquierda de Morena –o cercanos a ellos– que puedan superar las limitaciones, errores y traiciones del partido en el poder.