El texto que sigue es un fragmento adaptado de Estados alterados. Reconfiguraciones estatales, luchas políticas y crisis orgánica en tiempos de pandemia (Muchos mundos ediciones – CLACSO, 2021).
Cuando en marzo del 2020 se declaró el estado de emergencia nacional a causa de la pandemia de coronavirus, Perú atravesaba una grave crisis político institucional gatillada por el escándalo Lavajato. La trama de corrupción instalada en el Estado llegó a involucrar al entonces presidente Pedro Pablo Kucinsky, quien se vio obligado a renunciar cuando salió a la luz que sus empresas habían estado comprometidas en malos manejos mientras era Ministro de Economía.
En ese momento, el régimen ensayó una apurada sucesión colocando a Martín Vizcarra en la presidencia, quien hábilmente asumió la bandera de la lucha contra la corrupción, enfrentando al fujimorismo enquistado en el Parlamento y reformando algunos ejes relacionados al sistema de justicia. El cierre constitucional del Congreso, la elección de uno transitorio y la alta aprobación popular de Vizcarra parecían asegurar la continuidad del modelo y una sucesión favorable al establishment las elecciones del 2021.
Pero llegó la pandemia, abonando a la descomposición del régimen en medio de una aguda crisis política que ha costado la vacancia del mismo Vizcarra, la imposición de un presidente ilegítimo que duró cuatro días y la designación de un frágil gobierno transitorio.
Con cifras que ubican a Perú como uno de los países con mayor letalidad por coronavirus en el mundo, una crisis económica de gran magnitud y una inestabilidad política latente, el régimen neoliberal se encuentra colapsado. Los grupos de poder instalados en el Estado desde 1992 demostraron su incapacidad para asegurar la vida de las personas, al tiempo que destinaron millonarios créditos y salvatajes para sus empresas y bancos.
La clase política gobernante continúa utilizando las instituciones para favorecer sus propios intereses, y las movilizaciones sociales activadas demuestran indignación y van abriendo un momento destituyente, cada vez más crítico de la Constitución y del modelo en su conjunto.
Poder empresarial, crisis y pandemia en el Estado neoliberal
Abordar la configuración del Estado neoliberal en Perú requiere, en primer lugar, entender al neoliberalismo en sus tres acepciones principales. Primero, como un programa intelectual: «un conjunto de ideas cuya trama básica es compartida por economistas, filósofos, sociólogos y juristas, entre los que destacan Friedrich Hayeck, Milton Friedman, entre otros, que argumentan a favor de restaurar el liberalismo amenazado por las tendencias colectivistas del siglo XX» (Escalante, 2017).
Segundo, como un programa político: una serie de leyes, arreglos institucionales y criterios de política económica y fiscal derivados de aquellas ideas, con el propósito de frenar y contrarrestar el colectivismo en aspectos concretos (tanto en la economía, la educación, la salud, etc.). Finalmente, como un modelo de sociedad: un régimen de existencia que impone determinada racionalidad y formas de convivencia susceptibles de reproducirse también desde abajo, en las subjetividades y prácticas populares (Gago, 2014).
Tras la crisis del proyecto nacionalista industrializador impulsado por el régimen militar de Velasco Alvarado a fines de los 60 y su colapso total durante el primer gobierno de Alan García a finales de la década del 80, las ideas neoliberales ganaron terreno en el país. A inicios de los 90, en un país asediado por el conflicto armado, la hiperinflación y la debacle de los principales partidos políticos, los grupos de poder económico y la cúpula militar impusieron una salida autoritaria a la crisis avalando el autogolpe de Alberto Fujimori perpetrado el 5 de abril de 1992 y legitimado por la Constitución de 1993.
El neoliberalismo peruano se instaló en lo ideológico, lo programático y lo societal, limitando al Estado a su función de promotor de la inversión privada, desarrollando una legislación y una arquitectura estatal favorable al libre mercado y expandiendo una racionalidad individualista que, en nombre del «emprendedurismo», alentaba la informalidad y justificaba la desprotección social.
Esta forma de organizar el Estado y la sociedad sobrevivió la caída del fujimorismo y fue continuada por los sucesivos gobiernos democráticos. De 2001 en adelante, los grupos de poder que se turnaron en el gobierno otorgaron un nuevo aire al modelo, aprovechando los altos precios de los commodities en el mercado internacional. Siguiendo lo anotado por economistas como Francisco Durand (2004), se produjo la «captura» del Estado, un proceso por el cual las grandes empresas y corporaciones transformaron al Estado a su medida, colocando a sus ejecutivos en puestos clave de gobierno e incluso captando a todos los presidentes.
Tal situación erosionó la democracia. Sin importar la opción por la que votaran los ciudadanos, la política económica y forma de gobierno fueron las mismas; así ocurrió con Ollanta Humala, quien llegó al poder con un discurso crítico al modelo y a los pocos meses se alineó con el neoliberalismo. En similar sentido, para asegurar la continuidad de la política económica y tributaria, ha sido determinante la existencia de una tecnocracia que, matices más o menos, constituyó un cuerpo de profesionales asentados en los ministerios (especialmente, en el Ministerio de Economía y Finanzas), supuestamente apolíticos pero ideológicamente comprometidos con la no intervención estatal y la promoción de la inversión privada.
Tal como los peruanos hemos constatado a lo largo de las últimas décadas, el poder económico ha tenido acceso preferencial al Estado y capacidad para ocuparlo usando la «puerta giratoria», es decir, el paso de ejecutivos de las empresas a funciones de gobierno y viceversa. Asimismo, los conglomerados económicos han conseguido operar directamente desde el poder político concentrado en el Ejecutivo de modo que, de la década del 90 en adelante, el 65% de la legislación en temas económicos ha sido hecha por decreto legislativo o supremo y no por el Parlamento nacional.
Conglomerados como el grupo Romero, dueño de Credicorp con el Banco de Crédito o el Grupo Interbank, de Rodríguez Pastor, se han enriquecido y consolidado su influencia siendo la CONFIEP, la Asociación de Banca (ASBANC) la Asociación de AFPs o la Sociedad Nacional de Minería (SNM), entre otros, los interlocutores privilegiados de los gobernantes.
La crisis gatillada por Lavajato develó las limitaciones del Estado neoliberal y la gobernabilidad instalada, mostrando su cooptación en manos de intereses privados y su propensión a avalar esquemas de corrupción vinculados a «candados constitucionales» que complican la posibilidad de introducir reformas. Figuras como los denominados «Contratos Ley» fijados, supuestamente, para brindar seguridad jurídica a las empresas, han terminado amparando acuerdos lesivos para los intereses públicos, siendo penalizada cualquier modificación con cuantiosas multas. Lo mismo ha ocurrido con figuras como las Asociaciones Público Privadas (APP), de la cual se valieron sucesivos gobiernos para contratar con el Estado favoreciendo empresas cercanas a sus intereses, especialmente en el sector construcción e infraestructura.
Además, tal como evidenciaron las denuncias y testimonios del caso Odebretch, el poder empresarial usaba elementos legales (como la financiación de partidos políticos, realizando donaciones millonarias a los partidos con más opciones de ganar las elecciones) para que el gobierno de turno los favoreciera con contratos, legislara a su favor y asegurara la impunidad del aparato de justicia. Este mecanismo funcionó por décadas, al punto de involucrar a todos los expresidentes, a diversos gobernadores regionales, alcaldes, exministros y altos funcionarios que hoy enfrentan sendos juicios por corrupción.
Conocer esta situación generó la indignación de la ciudadanía con la clase política, incrementando el malestar y la desafección pero también poniendo sobre la mesa el debate acerca de la necesidad de cambios profundos, incluyendo la Constitución del 93.
En ese contexto de inestabilidad política, la pandemia del coronavirus agudizó la crisis del Estado neoliberal, revelando su incapacidad de asegurar aspectos básicos como la salud o la alimentación de las mayorías. Las contundentes cifras exponen una verdadera catástrofe en la que más de 80 mil personas murieron en ocho meses, sumando millones de contagios y una realidad de enfermedad y muerte que pudo haberse evitado de no haberse abandonando la salud pública para favorecer esquemas de atención privada.
Pese al crecimiento sostenido del PBI las últimas décadas, la inversión en salud se mantuvo estancada entre las más bajas en la región, limitando considerablemente la posibilidad de mejorar la infraestructura hospitalaria, desarrollar investigación médica o alentar la producción farmacéutica. El hecho de que al empezar la emergencia existieran 276 ventiladores mecánicos para una población de 32 millones de personas, sumado a la ausencia de una red de atención primaria que permitiera la detección rápida y temprana del COVID-19, fue determinante en la magnitud de esta tragedia.
De otro lado, el impacto del virus reveló también la dramática desprotección social en que vive la gran mayoría de peruanos, relacionada con la altísima tasa de empleo informal que agrupa a más de 12 millones de personas (equivalente al 71% de la población económicamente activa) que trabajan por contrato temporal y/o se «recursean» al día sin ningún derecho laboral, como seguridad social o vacaciones. Para esta mayoría de peruanos, quedarse en casa significaba un día sin posibilidades de subsistencia, lo cual hizo imposible que funcionaran medidas de contención sanitaria como la cuarentena.
Para paliar esta situación, el gobierno dispuso el pago de un bono focalizado de aproximadamente 110 dólares a las familias identificadas como pobres. No obstante, estos bonos se entregaron desordenada y tardíamente a un grupo reducido, teniendo poco efecto en mitigar la situación de vulnerabilidad de las mayorías. Pese a que diversos economistas y grupos de izquierda, como el Nuevo Perú, advirtieron de la necesidad de entregar un ingreso básico universal remarcando que el Estado poseía los recursos para hacerlo, Vizcarra y la tecnocracia del MEF se negaron a ello, abonando con esta decisión al fracaso de la cuarentena.
Sin embargo, al tiempo que se mezquinaban los recursos públicos para apoyar la situación de las familias, el gobierno implementaba un esquema de reactivación económica favorable a los grupos de poder económico. Se aprobó así el Programa Reactiva Perú, que destinó el 12% del PBI a «asegurar la continuidad en la cadena de pagos ante el impacto del COVID-19». En una primera fase, a través del Banco Central de Reserva, este Plan entregó a los bancos 30 mil millones de soles (8500 millones de dólares) para financiar básicamente a las grandes empresas y a las trasnacionales, apelando a la vieja fórmula de entregar dinero público a grandes grupos de poder financiero prácticamente sin condiciones. Junto a estas medidas, la desordenada reapertura económica presionada por los sectores empresariales, agremiados en la CONFIEP, reafirmó la primacía a los grupos de poder, mostrando la sumisión del gobierno y su incapacidad de frenar el lucro del mercado de las clínicas privadas o el monopolio del oxígeno y las farmacéuticas.
La pandemia expuso con contundencia los límites del modelo neoliberal y desgastó su hegemonía, evidenciando su orientación favorable a la acumulación y enriquecimiento de un pequeño grupo dominante y su imposibilidad de generar bienestar para las mayorías. Aspectos clave que garantizaron la reproducción, vigencia y legitimidad del modelo, hoy son cuestionados con fuerza por sectores más amplios de la sociedad. Es el caso, por ejemplo, del rol del Estado, reducido por las élites a promotor de la inversión privada y mero garante del libre mercado.
A un costo altísimo en términos de enfermedad y vidas humanas, los peruanos hemos comprobado que el mercado no garantiza la salud ni la vida y que es importante un Estado garante de derechos que asegure un piso básico de protección a sus ciudadanos. Asimismo, se discute la necesidad de generar empleo digno y lo insostenible de mantener altas tasas de empleo informal que abandonan las mayorías a los vaivenes del mercado y sin ninguna previsión social.
El Estado, la institucionalidad y la narrativa neoliberal instalada a inicios de los 90 se encuentran profundamente debilitadas y son cada vez más cuestionadas por una sociedad afectada por la crisis y menos resignada a la continuidad política y económica.
Del desconcierto a la indignación: respuestas sociales y crisis política
Decía Marx en la Contribución a la crítica de la Economía Política que «el modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general; no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia».
Podría afirmarse que en el Perú de hoy las condiciones materiales que imponen una vida de informalidad, precariedad e individualismo inciden decisivamente tanto en la conciencia de los peruanos sobre su propia situación, cuanto en las formas de organización y protesta que organizan para afrontar las múltiples crisis que los afectan. Cuenta también el impacto de situaciones históricas recientes que erosionaron el tejido social, tales como el conflicto armado, la cooptación fujimorista y la profunda crisis de representación. Desde la década de los 90, la debacle de los partidos políticos ha alentado el ascenso de figuras «independientes», el surgimiento de partidos vinculados a negocios y el empobrecimiento del debate político, dominado por la inmediatez, el clientelismo y el espectáculo.
En dichas condiciones históricas, materiales y subjetivas, frente a la pandemia la sociedad peruana –y, especialmente, sus clases populares– ha configurado respuestas que oscilan entre el malestar frente a la clase política, la renovación de lazos comunitarios y una reactivación de la movilización popular, especialmente intensa tras la vacancia al expresidente Vizcarra y el rechazo al golpismo del Congreso.
Respecto a lo primero, la desafección y el malestar frente a la clase política son una característica en la sociedad peruana que, junto al individualismo y la fragmentación, ha sido funcional a la hegemonía del régimen. Esto revela la necesidad de entender el neoliberalismo no solo como un proyecto político al que es posible derrotar electoralmente, sino también como una compleja articulación entre acumulación de capital y modos de vida que opera sobre el deseo y las relaciones sociales, configurando una sensibilidad emocional y política (Sztulwark, 2019).
En el Perú, esta sensibilidad, que afecta la capacidad de empatía al exaltar modos de vivir orientados al éxito individual y el consumismo fácil, ha conseguido enraizarse transversalmente. La hegemonía del neoliberalismo, especialmente en el campo popular, no responde únicamente a medidas gubernamentales: también obedece a su capacidad de imponer y convencer sobre la idoneidad de modos de vida y orientaciones aspiracionales, acompañados de una vocación sancionadora que liquida socialmente a quien no triunfa con sus propios medios o escapa a la disciplina del régimen (el ocioso, el cómplice, el rojo, el terruco).
La crisis de las izquierdas, replegadas por años en ONGs o proyectos meramente electorales, contribuyeron en reforzar tal hegemonía, al tiempo que la desafección política y el malestar convivían funcionalmente a la reproducción del modelo. Por mucho tiempo, las protestas contra distintos aspectos del sistema se caracterizaron por la dispersión territorial, la primacía de plataformas sectoriales y una precaria politización, que limita sus posibilidades de disputar una representación política.
No obstante, la grave situación generada por la pandemia ha permitido el desarrollo de iniciativas comunitarias articuladas por diferentes movimientos y organizaciones sociales, que han sido (y siguen siendo) claves para resistir la emergencia. Estas iniciativas revelan la persistencia de vínculos sociales arraigados en lo cultural y comunitario que son contrarios al individualismo propugnado por el régimen. Es el caso, por ejemplo, de las organizaciones indígenas amazónicas que, ante el abandono estatal, organizaron redes de autoayuda y control del territorio, convocando además diversas solidaridades para paliar la situación de los pueblos que sufren condiciones estructurales de empobrecimiento.
También es el caso de las rondas campesinas en los andes –fundamentales para frenar la expansión del virus– que asumieron labores de vigilancia y ordenamiento de las zonas de vivienda y producción. En las ciudades destaca la organización de ollas comunes y comedores populares para enfrentar colectivamente el hambre que ha traído la crisis junto con la acción de colectivos feministas en la denuncia de diversos casos de acoso, violencia y feminicidios. Estas y otras iniciativas que se articulan ponen en cuestión la forma de convivencia y sensibilidad neoliberal, demostrando la importancia de los vínculos comunitarios para asegurar la reproducción de la vida.
El desastre relacionado con el COVID-19 y la desatención estatal generó protestas sectoriales en diversas regiones del país y que acumularon un nivel de malestar que finalmente se vio expresado en las movilizaciones de noviembre. Frente al mal manejo de la pandemia, se sucedieron protestas protagonizadas por los trabajadores considerados «esenciales» (médicos, enfermeras y trabajadoras de limpieza pública). Estos actores, junto a las centrales sindicales, que se mantuvieron activas frente a los despidos amparados en figuras lesivas como la «suspensión temporal perfecta», cuestionaron aspectos cruciales del régimen, tales como la ausencia de estabilidad laboral y la necesidad de un margen de regulación estatal frente al lucro del mercado y los vaivenes de la crisis.
Junto a los golpes sanitarios, económicos y sociales de la pandemia, la crisis política vinculada a la corrupción y la latente inestabilidad institucional han sido dos factores determinantes para resquebrajar la hegemonía neoliberal. No olvidemos que, tras la renuncia de Pedro Pablo Kuscinszky en 2018, en medio de una sociedad hastiada de la clase política, Vizcarra consiguió salvar al régimen temporalmente, confrontando hábilmente con el legislativo copado por el fujimorismo y cerrando constitucionalmente el Congreso en octubre del 2019.
Pero la permanencia de intereses subalternos en el nuevo Parlamento instalado en febrero del 2020 y su propia incompetencia –signada por un entorno mediocre y sus propias denuncias de corrupción– aceleraron su decadencia. Vizcarra se vio cercado por grupos de interés, mafias y viejos políticos tradicionales que desde el Congreso impulsaron dos procesos de vacancia presidencial. El primero, debido a tráfico de favores en la contratación de un exasesor. El segundo, ante acusaciones de testigos que comprometieron su gestión como gobernador regional de Moquegua con sobornos de la empresa Odebretch.
El primer intento de vacancia presidencial contra Martín Vizcarra, llevado a cabo en octubre, fue ampliamente desaprobado por la ciudadanía pues, pese a todo, consideraba a Vizcarra un «mal menor» y prefería que termine su mandato en julio del 2021. La inconsistencia de las denuncias, el rechazo de la población y la develación de conversaciones entre el ejército y un sector de parlamentarios restó respaldo al pedido, y la moción fue finalmente archivada.
Sin embargo, el presidente Vizcarra quedó debilitado y expuesto como uno más de los políticos que usaban el poder para favorecer a su entorno privado. Por su parte, el Congreso continuó en la cuesta de desprestigio, siendo visto por la población como un espacio político dominado por intereses mafiosos y delictivos, con pequeñas bancadas vinculadas a grupos económicos corporativos y copado por congresistas abocados a legislar para proteger sus negocios. Se develó también la actividad de sectores de la ultraderecha con presencia en el Parlamento y de las cámaras empresariales interesadas en vacar al presidente y hacerse del Estado para acomodar normas a su beneficio y conseguir dilatar el calendario electoral.
La situación política, así, lejos de estabilizarse, empeoró. En el mes de noviembre, la bancada de Unión por el Perú presentó una segunda moción de vacancia presidencial. Este pedido también buscaba vacar al presidente bajo la ambigua figura de «incapacidad moral permanente», ahora por la presunta responsabilidad de Martín Vizcarra con malos manejos económicos cuando fue gobernador regional de Moquegua. Estas acusaciones resultaban más serias pero se encontraban ya en manos de la fiscalía, que podría avanzar las investigaciones una vez que dejara la investidura presidencial.
En esta ocasión, también la ciudadanía rechazaba ampliamente el impeachment pero, sobre todo, expresaba su descontento por las artimañas de un Congreso más ocupado en destituir al presidente que en atender la emergencia de la pandemia. No obstante, en un solo día el Congreso optó por vacar a Vizcarra, proclamando presidente al diputado Manuel Merino, aupado por una coalición de derechas emergentes y tradicionales en una maniobra que generó un masivo y contundente rechazo popular.
Entre el 9 y el 15 de noviembre, se sucedieron en Lima y las principales ciudades movilizaciones masivas, protagonizadas especialmente por jóvenes y estudiantes en rechazo al golpismo parlamentario y exigiendo la renuncia de Merino al cargo de presidente. La indignación frente a una clase política imbuida en componendas para hacerse del poder pese a la peor crisis económica y social en décadas, incentivó y agudizó la indignación en las protestas.
La fuerte represión policial, que costó la vida a dos jóvenes en Lima, no pudo detener el despliegue de movilización ciudadana, siendo decisiva para la caída del efímero gobierno apenas a cuatro días de instalado. Asimismo, en estas jornadas de movilización popular estuvo muy presente la demanda de una nueva Constitución, planteándose este cambio como una posibilidad para cerrar el ciclo de crisis y abrir un momento de discusión hacia un nuevo pacto social que replantee el rol del Estado y el mercado en la sociedad.
Tras la pronta renuncia de Manuel Merino y luego de una accidentada negociación, el Parlamento designó como presidente transitorio a Francisco Sagasti, diputado por Lima del centrista Partido Morado, que asumió el gobierno con un discurso conciliador. No obstante, la inestabilidad política se mantiene, pues el mismo presidente transitorio no cuenta con una correlación favorable en un Congreso que sigue siendo el mismo que vacó a Vizcarra y pareciera dispuesto a mantener la crisis con tal de imponer su propia agenda.
Con todo este escenario se ha abierto, además, una oportunidad política favorable a las protestas de diversos sectores afectados durante décadas por el neoliberalismo. Tal es el caso de los trabajadores de la agroexportación, que paralizaron las carreteras del país durante una semana en rechazo a un régimen laboral especial que permite figuras de grave explotación laboral. La paralización de los trabajadores de la agroexportación, de los trabajadores públicos temporales y de los trabajadores mineros, entre otras que se han activado tras las movilizaciones de noviembre, configuran un escenario de impugnación al Estado y al modelo mucho más profundo, enlazándose cada vez más con la crítica al orden constitucional.
El momento político pareciera propicio para salidas transformadoras, incluyendo la posibilidad de concretar un proceso constituyente que culmine en una Nueva Constitución. En este ambiente de movilización, politización y expectativas democratizadoras, se desarrollará el proceso de elecciones generales de abril de 2021. Un momento decisivo, en el que las propuestas de los distintos actores políticos serán claves para avanzar o frenar estos cambios, para renovar el modelo o clausurar definitivamente el ciclo neoliberal.
Epílogo temporal: crisis política y cierre del ciclo neoliberal
En medio del desgaste de las élites gobernantes y con una mayor reacción crítica de la población frente al impacto de la crisis, el agotamiento del ciclo neoliberal impuesto el 92 se muestra inminente; la pregunta es si abrirá uno distinto, qué procesos entran en disputa y qué características podría tener esta nueva etapa.
Partiendo de afirmar que es posible la apertura de un nuevo ciclo, un primer escenario a disputar tiene que ver con el impulso al proceso constituyente. Como confirman las últimas encuestas, la demanda de cambio constitucional es mayoritaria en las y los peruanos, y lo que más bien se encuentra en disputa es la magnitud de este posible cambio constitucional; si se trata de hacer reformas puntuales o si corresponde elegir una Asamblea Constituyente encargada de formular una nueva.
Sin duda influye en Perú lo ocurrido en Chile tras el estallido de 2019, pues en ambos países las élites golpistas gobernantes optaron por «constitucionalizar» el modelo neoliberal, colocando candados que hicieran muy difícil introducir reformas. En Chile, luego de treinta años y en medio de una revuelta generalizada, los candados saltaron y el pueblo en un referéndum optó por instalar una Asamblea constituyente. En Perú, aunque el acumulado militante y organizativo no presente la densidad chilena, existe también un ánimo impugnador y destituyente que puede cerrar el ciclo neoliberal y acabar de abrir uno nuevo.
Una nueva generación de jóvenes, conocida como «la generación del bicentenario», ha tomado las calles y no parece estar dispuesta a conformarse con arreglos superficiales. Sin lugar a dudas, su protagonismo será decisivo para dirimir la dimensión del proceso constituyente, sea un proceso de reformas o un cambio integral con participación popular.
De otro lado, las elecciones de abril del 2021 son otro proceso en disputa clave para definir el cierre del ciclo. Las fuerzas de derecha harán lo posible por oxigenar el sistema, aunque ello implique prometer «cambiar todo para que nada cambie» (buscando colocar piezas de recambio, como el exarquero de Alianza Lima, George Forsyth, o el tecnócrata Julio Guzmán). Pero esta vez el descontento, la movilización y los cuestionamientos de fondo al modelo configuran un escenario favorable a políticas de izquierda y progresistas que podrían tener opción de ganar y llevar adelante un gobierno capaz de realizar cambios sustantivos en lo económico y político.
Que la disputa electoral oriente la salida de la crisis a un giro progresista no es una posibilidad lejana o arriesgada. En los últimos veinte años, un sector importante de la población ha votado consistentemente a favor de una propuesta de cambios o, por lo menos, crítica al modelo. Esto se evidenció en el 2011, cuando un 30% del electorado votó por Ollanta Humala, aunque luego de ganar la presidencia abandonara su plataforma progresista y se alineara con la hegemonía neoliberal. Ocurrió también el 2016, con el 18% de la población que votó por Verónika Mendoza, quedando a muy poco de pasar a la segunda vuelta.
La dispersión en los partidos de derecha, golpeados por los escándalos de corrupción y los costos de la pandemia, juega a favor del posible triunfo de una candidatura progresista de izquierda, siendo nuevamente Verónika Mendoza, con la plataforma Juntos por el Perú, la posibilidad más viable. Ello explica, en buena cuenta, el afán de los grupos políticos con presencia en el Congreso por bloquear la apertura del sistema a nuevos partidos y mantener la inestabilidad, deslizando una posible postergación de las elecciones con el pretexto del COVID-19.
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Vivimos una crisis de proporciones mundiales que ha puesto en cuestión la ideología, la gobernabilidad, el manejo económico y la forma de organizar la sociedad vinculada al neoliberalismo. Este modelo, que ya venía perdiendo hegemonía antes de la pandemia, ha sufrido golpes contundentes con el triunfo del MAS en Bolivia y la mayoritaria aprobación del cambio de Constitución en Chile, cuyas repercusiones se sienten especialmente en el área andina.
En Perú, puede afirmarse un momento determinante para cerrar el ciclo y abrir uno distinto, claramente transformador. Aunque en otras ocasiones el neoliberalismo haya mostrado su capacidad de renovarse, hoy existe espacio para levantar con fuerza argumentos en defensa de lo colectivo, que replanteen el rol del Estado y cuestionen radicalmente el lucro del mercado. Es un momento clave para disputar el relato de la pospandemia y articular un bloque histórico popular potente que impulse proceso constituyente y gane poder y gobierno en el campo electoral.
Pero este es un momento clave, también, para repensarnos como comunidad, proponiendo un horizonte de futuro, ese «sentido de época» que reclamaba José Carlos Mariátegui, capaz de alimentar inquietudes, reorientar sentidos y modos de vida que superen el individualismo exacerbado que nos aísla y el consumismo que deteriora el planeta. Se puede avanzar en cerrar el ciclo asegurándonos de no volver a lo mismo, ensanchando el espacio para garantizar lo público sobre la base de la solidaridad, la comunidad en torno al cuidado mutuo.
Próximos a celebrar el bicentenario de la instalación de una república fundada sobre profundas continuidades coloniales, es momento de afirmar un nuevo camino de emancipación y esperanza.