En una de las regiones que más contribuye al aumento mundial del número de casos y muertes por Covid-19, en medio del descontrol de la pandemia, el hacinamiento de los hospitales, la falta de oxígeno, de medicamentos y de vacunas suficientes; además del desempleo, el hambre y la desigualdad en una escala sin precedentes, los trabajadores, estudiantes y jóvenes de la periferia, los pueblos negros y los pueblos originarios de América Latina encuentran formas de levantarse en defensa de la vida, contra los planes de austeridad asesina de los gobiernos de derecha o de centro derecha.
La catástrofe pandémica no ha impedido las luchas y los enfrentamientos político-ideológicos en el terreno de las elecciones. Tras el levantamiento paraguayo de marzo (una explosión popular contra la incompetencia del gobierno en materia de salud), ahora es el turno de Colombia, donde está en marcha una movilización nacional sin precedentes (con un paro los días 28 y 29 de abril, que tiene nueva fecha en mayo) que une a trabajadores urbanos, campesinos, indígenas, ecologistas, en torno al derrocamiento de la reforma fiscal para los ricos que pretende imponer Duque. No es un mero detalle que los explotados del segundo país más poblado de Sudamérica, con una tradición histórica de gobiernos de derechas y bastión militar de EEUU en la región, se muevan.
Tampoco hay que pasar por alto que en el México de AMLO, el polémico presidente de izquierdas aún cuenta con el 68% de la aprobación popular y libra una dura batalla con las organizaciones empresariales y el Poder Judicial por la renacionalización del sector eléctrico, una medida que ya ha sido aprobada por el Senado mexicano y que también cuenta con el apoyo de la mayoría de la población, con la esperanza de que las tarifas sean más bajas. La (des)reforma eléctrica mexicana está siendo combatida en los tribunales por jueces al servicio de las empresas privadas del sector, y tiende a intensificar la lucha político-ideológica sobre las salidas a la crisis actual.
¿Qué dicen las elecciones de abril sobre la región?
En este contexto de profunda crisis socioeconómica y de movimiento de placas tectónicas en el interior de las sociedades larenses, el 11 de abril se celebraron elecciones a distintos niveles en tres países andinos. Los resultados también son importantes para actualizar la evaluación de la difícil situación política de la región. Tuvimos la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Perú, las elecciones departamentales en cuatro provincias de Bolivia y la polarizada segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Ecuador, países sacudidos por fuertes procesos de lucha social en los últimos años. Las elecciones parlamentarias constituyentes debían celebrarse aún en Chile, pero se pospusieron debido al empeoramiento de la pandemia.
En Ecuador, el neoliberal de derecha Guillermo Lasso, apoyado por la mayoría del electorado de Quito y por todas las fuerzas conservadoras del continente, derrotó al joven Andrés Arauz, heredero político de Rafael Correa (que tiene prohibido presentarse). En unas elecciones marcadas por una alta fragmentación, tras años de intensa crisis institucional, Perú llevó a la segunda vuelta a un sindicalista de izquierdas, representante del país profundo, y heredero directo del golpista y corrupto Fujimori, mientras que eligió un Congreso mayoritariamente de izquierdas. En Bolivia, las elecciones para la dirección de los departamentos de La Paz, Tarija, Chuquisaca (donde se encuentra Sucre) y Pando representaron derrotas para el MAS, pero con distinto signo según el lugar.
Ante el cuadro regional de crisis sanitaria, económico-social y política, articulado -que, una vez más, pone a Sudamérica, al menos, en sintonía con el panorama mundial- con un Chile en estado de espera, un Paraguay en rebelión popular, Colombia y Brasil con gobiernos en manos de la derecha más retrógrada y antidemocrática, y el imperialismo del Norte bajo nuevo mando, ¿qué señales envían los resultados de estas elecciones? ¿Qué podemos predecir sobre el próximo periodo?
Primer vistazo a los resultados
La tremenda fragmentación de opciones en la elección presidencial peruana es la expresión más acabada de la profunda crisis de representación de su régimen democrático-burgués, tras cuatro presidentes acusados de corrupción -encarcelados o inhabilitados-, un suicidio (Alan García), varios intentos de golpes parlamentarios y un golpe derrotado por las calles. Hubo once postulantes, desde un ex futbolista, Forsyth, hasta el ex presidente Ollanta Humala, pasando por candidatos tradicionales como Lescano, del APRA. La derecha y la extrema derecha se centraron en dos candidatos: Keiko Fujimori (hija y heredera política del ex dictador) y Rafael Aliaga, reconocido como el Bolsonaro peruano.
A la izquierda, Veronika Mendonça (Juntos por Perú) y Pedro Castilho (Perú Libre) parecían tener posibilidades de pasar a la segunda ronda. El sindicalista Castilho, con fuerza en el interior de la selva y los Andes, terminó sorprendiendo -además de ser el líder de la mayor huelga de maestros de la última década, enfrentado a la burocracia sindical, el actual favorito para la segunda vuelta supo incorporar su trayectoria antisistémica, que da votos en la crisis peruana.
En Ecuador, el banquero neoliberal de derecha Guillermo Lasso se impuso en la segunda vuelta a Andrés Arauz, heredero de Rafael Correa (57,58% a 47,48%), en un vuelco en el que pesaron el deterioro del gobierno correísta por un lado y la crisis por posibles irregularidades en la primera vuelta. En ese sentido, en febrero, la ínfima diferencia entre Lasso y Yakku Pérez, del Movimiento Plurinacional Patchakutik, fue justamente cuestionada por los movimientos sociales que apoyaron al candidato indígena, reforzando la opción de la CONAIE de llamar a un voto nulo «ideológico» contra el sistema político en su conjunto. Según la sagaz observación del analista ecuatoriano Juan Cuvi, fue realmente una extraña segunda vuelta entre tres fuerzas. El resultado es que el gobierno de Ecuador vuelve a manos de un representante directo de la burguesía después de 35 años, con un programa frontalmente ultranoliberal, pero con la terrible contradicción de enfrentarse a un pueblo invicto y a una oposición de amplia izquierda que es mayoritaria en el parlamento (el movimiento de Lasso eligió 22 asambleístas, contra 48 de la alianza de Arauz y 27 de Patchakutik, sin contar los 14 de Izquierda Democrática). (Véase a este respecto: https://nuso.org/articulo/como-volvio-la-derecha-al-poder-en-ecuador/)
En Bolivia, el 11 de abril se cerró un ciclo de tres elecciones en siete meses tras la derrota del gobierno golpista de Añez, con la celebración de la segunda vuelta en cuatro importantes departamentos (provincias). Los candidatos del MAS perdieron en todos ellos, aunque el movimiento social y político de Evo Morales sigue siendo la única fuerza partidista nacional. En Santa Cruz (epicentro del reaccionarismo antiplurinacional y cuna de la ultraderecha), ganó el infatigable Fernando Camacho. En el Pando amazónico, un candidato de la derecha menos extrema venció incluso al exgolpista Añez. En Tarija, una fuerza local de derecha – Unidos por Tarija – ganó, mientras que en Chuquisaca, la victoria fue para el ex líder campesino David Condori.
En total, el MAS se hizo con la gobernación en tres de los nueve departamentos del país (Cochabamba, Oruro y Potosí), al igual que en 2005 -habiendo perdido los otros tres en los que era gobierno-, además de sufrir el amargo sabor de la derrota en ciudades importantes como La Paz (donde un ex ministro de Añez ganó la alcaldía), Cochabamba y la estratégica El Alto. Las cifras globales y, en particular, el desempeño de los candidatos vinculados a movimientos sociales que alguna vez fueron parte del MAS o tienen bases masistas (como la ex senadora Eva Copa, ahora alcaldesa de El Alto, y los gobernadores electos de La Paz y Chuquisaca) elevan la temperatura del debate interno en el partido-movimiento de Evo, donde las elecciones de candidatos «elegidos a dedo» por el ex Presidente ya eran fuertemente cuestionadas incluso antes de la derrota.
No hay «ciclo conservador» en alza
Aunque aún faltan la segunda vuelta peruana y las constituyentes chilenas (además de las parlamentarias mexicanas de junio), es posible señalar muy inicialmente elementos que conformarán la situación política de la región en el próximo período. La crisis de múltiples caras del capitalismo global se expresa también regionalmente por una tremenda crisis de los regímenes democrático-burgueses (más o menos grave de un país a otro), que se agrava, en lugar de resolverse, por el crecimiento aquí y allá de las alternativas neofascistas. El fracaso de las opciones neoliberales cosmopolitas de principios de siglo (Menem, FHC, el PRI mexicano, Piñeira, Lozadas y Mesas en Bolivia) y la ausencia, por el momento, de una izquierda anticapitalista de nuevo tipo, indican que las próximas disputas tendrán lugar entre opciones neoliberales-oligárquicas (más o menos debilitadas), por un lado, con los herederos del llamado «progresismo» que gobernaron durante buena parte del presente siglo.
Con la casi segura continuidad de las luchas sociales, a partir de ahora, incluso con mayor probabilidad, debido al brutal empobrecimiento causado por la pandemia, no se cerrará la contraofensiva neoliberal de los últimos años, aunque estas opciones son menos fuertes que hace dos o tres años, y podrían debilitarse aún más con nuevas batallas en las calles y en las urnas. La experiencia de los pueblos y trabajadores latinoamericanos con el neoliberalismo y sus «monstruos» más (Bolsonaro) o menos exóticos (Duque, Piñera, Lasso, Lacalle) continuará y se profundizará.
A pesar de todas las diferencias de experiencia, organización, derrota o victorias recientes entre los distintos estados de la región, las alternativas capitalistas autóctonas, profundamente asociadas a los Estados Unidos, no tienen un proyecto que pueda dar las respuestas económicas, democráticas y de soberanía nacional necesarias para superar las tragedias sanitarias, ambientales y sociales del mundo de Covid. Sus planes de superexplotación y autoritarismo (abierto o disfrazado) seguirán chocando con las demandas de vacunas, hospital, empleo, ingresos, educación, vivienda y transporte, independencia política y, sobre todo, el derecho a organizarse y luchar por sus vidas. El próximo período será de más choques y agitación social. Basta pensar en Ecuador: ¿cómo logrará Lasso imponer su receta de «apretarse el cinturón» y someter al país a los dictados del mercado internacional frente a una sociedad compleja, organizada en diferentes ámbitos y experimentada en derrocar o desgastar a los gobiernos que la enfrentan?
No habrá progresismo como antes
No se ha abierto ni es probable que se abra un «nuevo ciclo» del llamado «progresismo», categoría bajo la cual se han clasificado experiencias tan diferentes como los procesos de Venezuela y Bolivia (con pugnas frontales con el imperialismo) y, por otro lado, los social-liberales de la «Concertación» chilena, el Frente Amplio uruguayo y el PT en Brasil (este último, además, con pretensiones y prácticas subimperialistas). En otras palabras, es poco probable que se repita la hegemonía regional de gobiernos de centro-izquierda o de izquierda con rasgos más o menos antiimperialistas, en condiciones de promover un cierto redistribucionismo. Esto no significa negar la importancia de las victorias del MAS en Bolivia, de AMLO en México, de la derrota de Macri en Argentina, ni descartar que Lula vuelva a presidir Brasil. Tampoco es que no deseemos la victoria de Castillo contra Fujimori en Perú.
La cuestión es que el «progresismo» de la primera década del siglo, tanto en su cara más bolivariana como en la más social-liberal, fue el resultado de unas condiciones económicas y políticas globales (y también domésticas) muy concretas que no se repetirán. El relativo éxito de los llamados gobiernos «progresistas» se sustentó también en lo que fue (y es, véase la situación actual de Venezuela) su limitación estructural: se nutrieron del boom de las materias primas, creando modelos de desarrollo extractivistas que tendían a reforzar el carácter agrario-exportador (y por tanto colonial y depredatorio) de las economías de la región.
En la versión social-liberal, pensando en lo interno, construyeron conscientemente coaliciones de clase entre las fuerzas populares y sectores más o menos amplios de las clases dominantes -que luego desembarcaron de estos proyectos y no parecen dispuestos a volver a experimentar en ellos.
La actual crisis económica mundial sin precedentes y el agravamiento del enfrentamiento entre EE.UU. y China (por no hablar de EE.UU. frente a Rusia) hacen imposible la repetición de un nuevo período más o menos largo de estabilidad basado en el modelo de una época en la que el mundo crecía y EE.UU., Europa, China y Rusia coexistían sin grandes tensiones.
Desgraciadamente, las opciones progresistas no han superado este modelo y siguen llamando a los pueblos a creer que es posible «volver a empezar», como si nada hubiera cambiado, como si no hubieran gobernado y se hubieran desgastado ante sus partidarios y las nuevas generaciones de activistas, chocando con sus demandas. Como señalaba Franck Gaudichaud en una reciente entrevista para L’Humanité: «América Latina -como el resto del mundo- ha entrado en un periodo de fuertes turbulencias, que combina una gigantesca crisis económica, el impacto muy significativo de la crisis sanitaria en las sociedades estructuralmente desiguales, la profundización de la crisis de la biosfera y del clima, y finalmente una nueva polarización social, política e ideológica». (https://www.humanite.fr/franck-gaudichaud-en-amerique-latine-le-bilan-de-la-restauration-neoliberale-est-catastrophique)
Es evidente que, más aún con el crecimiento de la extrema derecha ultraliberal y conservadora, se sitúa para luchar codo con codo con los sectores «progresistas» e incluso, eventualmente, para unirse a ellos o apoyarlos en las elecciones. Pero el debate estratégico se empobrece cuando el pensamiento y la acción se encierran en esta táctica frenética. Porque no toda la amplia «izquierda social» latinoamericana (activismo más electorado) es disciplinadamente «progresista», como lo fueron las bases de los partidos obreros europeos del siglo XIX. Es necesario ganarse a los que nunca lo fueron y a los que se han desilusionado. Y porque la disputa por la conciencia de los pueblos y los trabajadores no se da única y exclusivamente a través de la táctica.
En las grandes luchas sociales de los últimos años, especialmente las más recientes (Chile, Ecuador, Perú, Bolivia, México, incluso Argentina, Brasil y ahora en Paraguay y Colombia) han surgido y siguen surgiendo cientos de miles de activistas antisistémicos, en los que destacan movimientos de barrios periféricos, feministas, antirracistas, ecologistas, pueblos originarios, comunidades rurales, LGBTQI, jóvenes educados, profesores y trabajadores de la nueva app, todos con banderas que chocan con las limitaciones del «progresismo» clásico porque chocan con las condiciones de vida impuestas por el capitalismo contemporáneo. Los casos de Ecuador, Perú y Bolivia, aunque electorales, expresan las tremendas contradicciones, problemas y desafíos que la nueva situación latinoamericana trae consigo, problemas para la derecha, para la izquierda tradicional y para quienes se proponen construir una nueva alternativa anticapitalista, ecológica, feminista, antirracista y democrática.
Como señalan los ejemplos de Bolivia, Perú y Ecuador, cada uno a su manera y con diferente intensidad, hay un espacio social y político creciente para la construcción de alternativas anticapitalistas con programas que, surgiendo de las luchas sociales, avanzan en las respuestas a la desigualdad de todo tipo, al racismo, al hambre, a los regímenes corruptos, a la violencia policial-militar, a la destrucción del medio ambiente, al etnocidio de los pueblos indígenas.
El camino de esto no será lineal, ni fácil, habrá altibajos, derrotas y victorias. El gran desafío es estar en las luchas, junto a esta nueva generación de luchadores, para construir con ellos (y no para ellos) nuestro programa de ruptura.