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Via Viento Sur

Que la espectacularidad de las pieles de zorro nativistas, los cuernos postizos jamiroquainos y el aquelarre ultra no nos impidan ver el bosque. Porque no: no fue un golpe de Estado. Y no solo por su resultado final. Ni siquiera fue una intentona frustrada, sino más bien una algarada trumpista o, como escribía Mike Davis recientemente, una insurrección tan solo en versión de humor negro.

Lo que ocurrió este miércoles 6 de enero en el Capitolio de Washington fue muchas cosas y tiene numerosas derivadas posibles y lecturas necesarias, pero erraríamos si lo leyésemos desde el prisma de un golpe de Estado fallido. Porque ni era su intención, ni tenía un plan para ello ni los recursos para llevarlo a cabo. Lo cual no significa que no fuese esa la motivación y sueño húmedo de buena parte de quienes participaron de la acción, ni que no estuviese organizada o que no respondiese a una estrategia. Solo que esa estrategia no era tomar el poder allí mismo. Y, sin embargo, ese día se mostraron claramente y se agudizaron aceleradamente elementos y fenómenos que conviene seguir muy de cerca. Aquí van algunos.

La amalgama del trumpismo

Llevamos años inmersos en un debate un tanto inoperante sobre qué es y qué no es fascismo, y hasta qué punto personajes como Trump lo son en mayor o menor esencia. Y, sin embargo, hay una realidad mucho más palpable y constatada: Trump ha conseguido dar una bandera bajo la que aglutinar desde a sectores neoliberales libertarians, supremacistas blancos, nativistas, incels, antifeministas, conspiranoicos y negacionistas, hasta a la nueva derecha cristiana con una fuerte presencia evangélica. Sin obviar la impronta de los antecedentes más cercanos: las movilizaciones del Tea Party en 2009 o el auge de una contracultura troll en internet y en las redes sociales denominada Alt Rigth.

De hecho, la escenografía de los manifestantes que ocuparon el Capitolio recordaba mucho a la de los tea parties contra los rescates bancarios, de la misma forma que redes sociales como Discord resultaron clave en la coordinación de los manifestantes el 6 de enero. Como ya lo habían sido por ejemplo en las protestas y disturbios en Charlottesville en 2017 protagonizados por la extrema derecha que se saldaron con una activista pro derechos civiles muerta y 19 heridos.

Todos estos mimbres ya estaban. Sin embargo, la gran novedad que ha aportado Trump ha sido haber conseguido aglutinar todo ese magma ultraderechista transportándolo desde los márgenes de la escena política norteamericana hasta la misma Casa Blanca. Ese viaje al centro del poder presidencial ha ido conformando una suerte de movimiento político diverso que podríamos catalogar como trumpismo y que ha acompañado al presidente a lo largo de la legislatura. Con una importante presencia en la calle y en las redes sociales, esta nebulosa trumpista ha mantenido una inédita y singular relación de apoyo y presión hacia el gobierno y hacia el propio Partido Republicano, convirtiéndose en algunos casos en auténticos grupos de choque paramilitar de Trump, como pudimos comprobar en las acciones contra las movilizaciones de Black Lives Matter.

Esta tensión de apoyo y presión ha agudizado una polarización política que no solo ha agrandado la tradicional brecha entre Republicanos y Demócratas que estructura el juego de los espejos del sistema de partidos estadounidense, sino que también ha radicalizado las posiciones dentro de los propios republicanos, desde hace años profundamente divididos entre los trumpistas y sus detractores. Valga como prueba la encuesta de YouGov de este 7 de enero en la que la mayoría de los votantes republicanos aprueba el asalto al Capitolio, en abierto contraste con la condena casi unánime del aparato del Partido Republicano.

El trumpismo más allá de Trump

El próximo día 20 Biden tomará posesión como presidente de EE UU, desalojando a Trump y a su entorno de parte de los resortes del Estado. Una situación que genera una incógnita importante sobre cómo afectará esto al auge reciente de la organicidad y acción colectiva (y sí, también del terrorismo) de extrema derecha, ya sea en su versión lobo solitario o en grupúsculos ultras, conspiranoicos, racistas, ultramachistas, negacionistas o todo lo anterior mezclado y bien agitado. Y esto, en un país tan dado a la espectacularidad y a las armas, no debería tomarse como mera anécdota durante el próximo ciclo.

Es cierto que, cuando ese día se cierre la vía institucional, una opción será la desmotivación y la desmovilización. Como escribe Richard Seymour, “la desmoralización es desmovilizadora. Sin embargo, la corriente subyacente de ira, el mito de la traición (“nuestro voto ha sido robado”) y la realidad alternativa elaborada por Trump y ampliamente compartida por los votantes republicanos, serán alimentados en los próximos años por una industria de “desinfodiversión” (desinfotainment) de extrema derecha elaborada y hábil”. No podemos minusvalorar la capacidad que tendrá el trumpismo de aprovechar el ascenso de lo que Daniel Bensaïd llamaba “identidades oscuras” ante el retroceso de los vínculos de solidaridad de clase.

Aunque, quizás, el primer reto que tendrá que enfrentar el trumpismo serán las rupturas internas, que ya se han agudizado en los últimos tiempos y que el asalto al Capitolio ha evidenciado, especialmente entre su vicepresidente Mike Pence, representante de los teocons de la nueva derecha cristiana evangélica, y el trumpismo. De hecho, desde el pasado 6 de enero han aumentado las presiones demócratas y de buena parte del aparato republicano a Pence para aplicar la 25ª enmienda, que no solo depondría a Trump, sino que lo inhabilitaría para poder concurrir a una eventual reelección. Desde luego, esta situación es la que el conjunto del establishment norteamericano desearía, ya que a corto plazo les permitiría reducir el trumpismo a las locuras de un Nerón que intentó incendiar Roma, psiquiatrizando estos años como la pesadilla de un loco en lugar de enfrentarse a la dura tarea de analizar el fenómeno político del trumpismo y, sobre todo, de asumir sus propias responsabilidades.

Pero, aunque electoralmente minoritario y derrotado, no podemos obviar que el trumpismo es un fenómeno social de masas que, una vez perdido el cauce de la Casa Blanca, podría buscar salidas y subterfugios inesperados. Aún está por escribir la vida y vía extra-institucionales del trumpismo, pero el asalto al Capitolio del otro día no es precisamente el primer episodio de su demostrada capacidad y tendencia a explorar otras vías mucho menos formales y pacíficas de agitar las aguas políticas. Pase lo que pase finalmente con Trump, desde la aplicación de la 25ª enmienda hasta un hostigamiento a su galaxia de negocios en cuanto pierda la inmunidad presidencial, cualquier ataque no hará más que reforzar la etiqueta de outsider anti-establishment que tan gustosamente ha cultivado y explotado estos años. Sin hablar del refuerzo positivo para su victimismo e imagen de mártir popular. Aunque, si la cosa se complicase en exceso, tampoco sería tan relevante, porque, llegado el caso, ¿quién necesita a Trump teniendo el trumpismo?

Liberal rima con iliberal

En los cristales rotos del espejo de Trump casi todos los demás salen más guapos. El aparato del Partido Republicano intentará soltar lastre al fin, desmarcarse de la herencia de Trump y comenzar así su pretendida operación regeneradora (otra cosa es cómo gestionar a unas bases que adoran al defenestrado). Sin duda la algarada en el Capitolio favorece esta operación a corto plazo, como muestra que antes de los disturbios, por lo menos 13 senadores republicanos (de un total de 53) y más de 100 representantes (más de la mitad del total de los 197 republicanos en la Cámara) tenían previsto impugnar los resultados electorales de varios Estados. Después de los disturbios, la mayoría de estos representantes cambiaron su orientación y no impugnaron el resultado electoral. A pesar de esto, el dato anterior demuestra hasta qué punto el radicalismo derechista ha calado en el Partido Republicano y entre sus representantes, lo que no parece que sea fácil ni rápido reconducir por parte de su aparato.

Por su parte, el entrante Biden empezará con un amplio crédito para lanzarse al juego del transformismo. De esta forma, el Partido Demócrata podrá volver a presentarse como el máximo exponente del neoliberalismo progresista y gran alternativa redentora con carta blanca para hacer casi lo mismo sin mayor exigencia que el contraste formal con su predecesor. Y a quien critique el próximo recorte social, represión policial o invasión militar, se le remitirá a la larga sombra legitimadora del flequillo pelirrojo. Y a callar. Será ese el momento de vislumbrar hasta qué punto el movimiento antirracista o el nuevo socialismo democrático norteamericano será capaz de diferenciarse de Biden y de la operación de marketing de Kamala Harris, planteando una agenda propia independiente del Gobierno demócrata.

En fin, en la agenda del establishment, las cosas están claras: pasar página cuanto antes y que el sistema bipartidista estadounidense vuelva a rodar en su engranaje turnista y, con él, el business as usual. De esta forma, el extremo centro neoliberal volverá a escribir la historia del Fin de la Historia y desde Alaska hasta Florida, pasando por París y Jaén, resonará el eco de la apología de las instituciones democráticas y del imperio de la ley de nuevo reinante tras superar la prueba de fuego del capítulo especial de The Walking Dead edición Capitolio. Pero, ojo spoiler alert, al fin resulta que el sueño liberal del Estado neutral era el que producía monstruos.

Y hablando de monstruos, nada como remitirse a una futura América grande de nuevo para ocultar infructuosamente las inseguridades y miedos de quienes creen ver cuestionados sus auto-asignados privilegios de ayer y de siempre. Encontrar mujeres en los pasillos ocupados del Capitolio parecía una reedición televisada de ¿Dónde está Wally? Porque, vale, Not all (white) men, pero sí que lo son casi todos los que estaban. ¿Cuántas masculinidades dañadas y asustadas hay detrás de las reacciones políticas violentas que alimentan la Internacional Reaccionaria?

El malestar mutante en el desorden global

Se es superpotencia a las buenas y a las malas. Que para algo Hollywood se encargó siempre de situar en suelo y acento yanki tanto las salvaciones heroicas de la humanidad como las invasiones alienígenas y pistas de aterrizaje de los meteoritos destructores. Y no iban a ser menos para mostrar en directo al mundo la enésima prueba de la decadencia del imperio americano. La incapacidad de EE UU para seguir generando seducción más allá de sus evidentes y duras capacidades objetivas es la larga historia de la falta de liderazgo de una potencia que lleva años perdiendo su papel hegemónico sobre un tablero global en plena recomposición. Un proceso que viene de lejos, pero que este 6 de enero marcó un hito mayor a vista de todo el planeta, por mucho que el establishment norteamericano intente darle la vuelta y venderlo como catarsis para despertar de la pesadilla trumpista y pretender así retomar el liderazgo global del mundo libre.

La otra cara de la moneda será ver cómo se recomponen los demás populismos xenófobos de la Internacional Reaccionaria una vez que su principal exponente abandone la Casa Blanca. En Brasil, en Filipinas, en la India y en Europa cabe esperar importantes mutaciones en los próximos años. Que todo vuelva a cambiar para que nada cambie. Menos la lepenización planetaria de los espíritus que crece en los claroscuros del desorden global. Y si algo ha demostrado esta ola reaccionaria global en el último periodo ha sido su enorme plasticidad y capacidad de adaptarse a tiempos cambiantes.

En La luz que se apaga[01], un buen libro sobre el auge de los iliberalismos reaccionarios, se explica la ventana de oportunidad que ha creado la presidencia de Trump a lo largo de estos años para el auge de esta Internacional Reaccionaria. «Los dirigentes autoritarios de carácter reaccionario que imitan a Trump, en la actualidad, lo hacen para dar una pátina sofisticada de legitimidad, sin más, a aquello que de todos modos pretenden hacer. El presidente derechista de Brasil no imita a Trump porque quiera ser Trump, lo imita porque Trump ha hecho posible que Bolsonaro pueda ser él mismo” (3).

Como Le Pen, Vox o Salvini, los Trump de turno ofrecen un espantapájaros al resto de élites para esconder sus propias miserias y seguir alimentando impunemente un malestar social y un desorden global desde la justificación del menos malo. Pero unos y otros son hijos de la ruina común y crecen, entre otras cosas, ocupando el vacío que deja la ausencia de alternativas en clave socialista, feminista y ecologista. Que el extremo centro neoliberal no sea la única alternativa a los trumpismos también es responsabilidad de quienes trabajamos por levantar otros proyectos de sociedad y otras maneras de organizarnos. De lo contrario, al despertar de la pesadilla trumpista solo habrá la misma larga noche neoliberal.

Mientras tanto, ya se está grabando el capítulo en el que descubriremos si lo que ocurrió el miércoles 6 de enero en el Capitolio debe leerse como el estertor folclórico e impotente del trumpismo o, más bien, como el alba de su mutación para adaptarse al nuevo escenario: un trumpismo sin la Casa Blanca e incluso sin Trump.

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