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Via Viento Sur

El expresidente Jacob Zuma y sus acólitos sacaron provecho de la inmensa pobreza y desigualdad de Sudáfrica mediante una campaña masiva de sabotaje económico. Toda respuesta debe abordar las miserias que atenazan el país y el caos desatado actualmente.

Sudáfrica no es un país normal. Casi la mitad de la fuerza de trabajo se halla en paro; esta proporción sube al 76 % entre la gente joven, que no espera nada del futuro. Sudáfrica tiene la tasa de desigualdad más elevada del mundo: allí conviven la enorme riqueza con la pobreza extrema. Es un país en el que la violencia, la disfunción del Estado y el colapso de los servicios son moneda corriente. Es un país que carece de un fuerte partido de oposición, pese al hecho de que el partido gobernante, el Congreso Nacional Africano (ANC), ya es incapaz de gobernar. En estas condiciones, mucha gente ha venido prediciendo, durante años, el estallido de protestas masivas. Pero no han sido la pobreza, el colapso de los servicios o el desempleo los factores que han provocado los peores disturbios en Sudáfrica desde el final de la apartheid, sino el encarcelamiento del expresidente Jacob Zuma por desacato a la justicia.

Durante años, Zuma, sus hijos y sus amiguetes criminales han estado amenazando con desatar la violencia y derramar sangre en caso de que fuera encarcelado por los muchos crímenes de los que le acusan. Ahora, los disturbios masivos en las dos provincias más pobladas de Sudáfrica han causado al menos un centenar de muertes, daños materiales por valor de más de mil millones de dólares y la destrucción de toda la cadena de suministros de la provincia de KwaZulu-Natal.

Cientos de establecimientos, centros comerciales, mezquitas, clínicas, bodegas, fábricas, centros de vacunación, depuradoras de aguas, plataformas logísticas y antenas de telefonía móvil han sido vandalizadas e incendiadas en una campaña de saqueo espontáneo y sabotaje encubierto y selectivo. La multitud controla ahora las carreteras de acceso a KwaZulu-Natal. El puerto de Durban, la terminal de embarque más importante del África subsahariana, ha suspendido las operaciones. KwaZulu-Natal ya padece escasez de alimentos y combustibles. Los medicamentos, tan necesarios para combatir la devastadora tercera ola de la covid-19 que está sembrando el caos en todo el país, no llegan en cantidad suficiente a los hospitales. La campaña de vacunación del país se ha desbaratado justo cuando empezaba a ganar impulso.

La policía, en la mayoría de los casos, se ha mantenido al margen, bien por falta de voluntad, bien por impotencia, mientras miles de personas asaltaban los centros comerciales y las tiendas. En respuesta a la incapacidad del Estado de frenar la violencia se han formado milicias, sobre todo en comunidades blancas, indias y de color, que se toman la justicia por su mano para proteger sus barrios y negocios. Mafias del poderoso gremio de taxistas de Sudáfrica también intervienen para ofrecer seguridad en los centros comerciales y otros lugares. Se ha informado de numerosas muertes a raíz de los enfrentamientos entre saqueadores y grupos de autodefensa comunitarios.

La misma fuerza policial, que estuvo muy activa durante el confinamiento, cuando se trataba de detener a internautas o acosar a fumadores y bebedores, no está dispuesta o en condiciones de atajar la caída total de parte de las mayores ciudades sudafricanas en el caos. Se han visto atascos de tráfico de kilómetros de longitud, y el saqueo de centros comerciales y almacenes está muy extendido. Cabe preguntarse por el fracaso de los servicios de inteligencia del Estado y la falta de preparación de las fuerzas de seguridad. Los responsables de seguridad ya han insinuado que sospechan de que elementos corruptos de las fuerzas de seguridad están coordinando y apoyando los disturbios. Sabemos que agentes corruptos del servicio de seguridad del Estado se fugaron con miles de millones de rands, la moneda sudafricana, y miles de armas de fuego durante los mandatos de Zuma. La incapacidad de la policía de controlar los disturbios ha llevado al presidente, Cyril Ramaphosa, a movilizar al ejército, que no está entrenado para hacer frente a disturbios masivos. En los próximos días se enviarán unos 25.000 soldados a los puntos calientes, en el despliegue militar más amplio que se haya visto desde el final de la apartheid.

Claro que no se puede atribuir a Zuma la totalidad de los disturbios. Estos se producen en pleno tercer confinamiento de Sudáfrica, y el gobierno ha decidido no prestar ayuda social a la clase trabajadora y la gente pobre. Para más inri, el gobierno ha decretado duras medidas de austeridad, que incluyen recortes de los presupuestos de educación y sanidad, así como de los subsidios sociales que constituyen el salvavidas de más de 17 millones de personas sudafricanas. Con tanta gente desesperada y furiosa, el saqueo masivo era predecible.

Sin embargo, no se trata de una revuelta del pan ni del factor Túnez que muchos predecían. Es un síntoma de la crisis actual achacable en buena parte a Zuma, así como un síntoma de la incapacidad del ANC, desde que llegó al poder en 1994, de crear una economía inclusiva y una sociedad que redistribuya buena parte del superávit a la población. Falta liderazgo en todos los niveles, desde la sociedad civil hasta la clase política y los sindicatos. La mayoría de la población sudafricana está empobrecida, sufre una violencia extrema y privación social, así como la falta de un liderazgo creíble y de toda esperanza de mejora de su condición social.

La izquierda debería saber interpretar un pillaje masivo de este calibre, más que celebrarlo. Hemos de reconocer los problemas subyacentes que generan estos saqueos y no saludarlos como actos de redistribución de autoría popular. Esta clase de romanticismo es síntoma de una izquierda que se ha distanciado de su base social y carece de visión y de programa. A falta de una dirección política, esta clase de acción espontánea suele tomar un rumbo muy siniestro en Sudáfrica, y en este caso ha sido instrumentalizada por la facción de Zuma.

Aunque los sucesos siguen su curso y ha circulado mucha desinformación con respecto a los mismos, podemos aventurar algún análisis inicial. Esta revuelta no puede calificarse de revuelta del pan o de explosión espontánea de indignación colectiva de la población oprimida. Esto comenzó con una campaña política a favor de la puesta en libertad de Zuma y la lanzaron diversos agentes, entre los cuales figuran diversos matones de los servicios de seguridad, los hijos e hijas de Zuma, elementos mafiosos y otros estrechos aliados de Zuma, es decir, una facción del ANC. La campaña se asemeja a un tipo de alzamiento bien coordinado y planeado que se ve durante una guerra civil o un intento de golpe de Estado. que apunta a las infraestructuras clave de la logística, el transporte y las comunicaciones. Hay numerosas informaciones de personas que afirman que les habían pagado por iniciar los saqueos o de gente a la que habían llevado en autobús a un centro comercial para saquearlo.

También existe un componente étnico en todo esto, dado que Zuma y sus seguidores han intentado explícitamente movilizar en su defensa a sectores nacionalistas étnicos zulúes. En palabras del ministro de Justicia, Ronald Lamola, ha comportado sabotajes económicos al atentar contra partes cruciales de la economía. Esta violencia sectaria no solo se ajusta a las clásicas pautas de las campañas de sabotaje contra la infraestructura de transporte, sino que también se ha materializado en los mismos lugares que la violencia política de finales de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, que se cobró nada menos que 30.000 vidas humanas, así como pogromos xenófobos en años más recientes.

Según Ayanda Kota, líder del Movimiento de Personas en Paro, las protestas están “organizadas sobre bases tribales, machistas y étnicas”. También tienen un feo tinte xenófobo y se dice que ha habido ataques contra establecimientos propiedad de extranjeros y comerciantes foráneos. Esta campaña apunta contra la propia democracia sudafricana y la dirige una facción del partido gobernante que aspira a reducir literalmente a cenizas el país para alcanzar sus propósitos. Constituye una amenaza para el futuro del país y las fuerzas progresistas deben hacerle frente. Se trata sin duda de una campaña política, y ahí se halla su potencial y su peligrosidad.

Por desgracia, esta clase de disturbios son predecibles en Sudáfrica, dada la amplitud de la disfunción del Estado y del empobrecimiento masivo. La pandemia de la covid-19 y la austeridad no han hecho más que agravar los problemas sociales que ya existían. Cualquier respuesta a la revuelta masiva debe abordar las condiciones estructurales subyacentes que hacen de Sudáfrica el país más desigual del mundo. La misma semana pasada, un informe predijo una revuelta masiva en la ciudad de Alexandra, junto a Johannesburgo, una de las zonas más densamente pobladas de Sudáfrica, con unas 750.000 personas hacinadas en unas 800 hectáreas. Esta ciudad es colindante con Sandton, el barrio residencial más rico de toda África. Según dicho informe, “en estas condiciones de hacinamiento, junto con la falta de planificación y desarrollo de infraestructuras a medida que iba creciendo el distrito, y con las elevadas tasas de desempleo y las dificultades de acceso a los derechos socioeconómicos, hacen de Alexandra una bomba de relojerías activada”.

La respuesta a estos problemas sociales exige un gobierno que rompa con la austeridad para crear nuevos programas sociales, restablecer la capacidad de actuación del Estado y garantizar la seguridad y que cuente con una administración civil competente y preparada. Sin embargo, dado que la crisis actual han sido generada por una facción política, las medidas de asistencia social por sí solas no bastarán para contener las iras que se han desatado. El Estado debe actuar con rapidez para restablecer el orden en KwaZulu-Natal y Gauteng. Si no lo hace, la violencia se descontrolará tan pronto las milicias étnicas y justicieras se enfrenten a la gente en las calles. Morirán muchas personas y hay muchas posibilidades de que las tensiones étnicas y raciales degeneren en violencia abierta. Si el Estado no restablece el orden, mucha gente morirá en los hospitales por falta de suministros médicos o de hambre. Urge distribuir en la región productos alimenticios.

Sudáfrica está sumida en esta crisis debido al interminable drama fraccional del ANC. Mientras que el presidente Ramaphosa predica la unidad, sus compañeros de partido están reduciendo el país a cenizas. Esto se acerca más a la estrategia narcoterrorista de Pablo Escobar y del Cártel de Medellín: escalar la violencia contra el gobierno colombiano para evitar la extradición, no una revolución de colores o un golpe militar clásico. Aunque no sea un intento de golpe, no deja de ser sumamente peligroso. Zuma y sus aliados, como buenos mafiosos, seguramente utilizan la violencia para obtener concesiones del Estado, como la anulación de las causas judiciales y el mantenimiento del control sobre sus chanchullos. Los disturbios también socavan al gobierno de Ramaphosa, lo que abre la posibilidad de que sea un presidente de un solo mandato (aunque supongo que la gran mayoría de la población sudafricana se sentirá más bien horrorizada que atraída por la facción de Zuma). No hay nada positivo en este feo episodio, e incluso si la revuelta refluye en los próximos días, cuesta pensar que las cosas puedan ir a mejor.

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