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Via Contrahegemonía

Un aura mítica emana de las postales que llegan al mundo desde Dinamarca: estado de bienestar fuerte, mercado libre y competitivo, el país más feliz del mundo. Esas imágenes casi utópicas fueron inmortalizadas por Netflix cuando nos trajo Borgen. Sin embargo, el consenso anti inmigratorio que abarca a todo el arco político danés muestra que la ola conservadora europea inunda también las costas más progresistas del continente. Desde Aarhus, una crónica sobre la vida en “los guetos” posmodernos.

Dinamarca suele pintarse como un país en plena armonía, donde las ideologías murieron hace tiempo. Seductor para izquierdas y derechas globales por igual, siempre aparece en los top 3 de los rankings mundiales de bienestar, de libertad de mercado, de felicidad e igualdad social. “Lo escandinavo es el futuro”, dijo a crisis un periodista argentino que escribió un laudatorio artículo sobre la seriedanesa Borgen en un diario de tirada nacional. Borgen (se pronuncia “Bowen” y hace referencia a la sede del gobierno), que terminó en 2013 y Netflix distribuyó mundialmente en 2020, es parte de las postales de ese Estado de bienestar donde hasta “la política” funciona bien.

Pero la excepción nórdica a los vaivenes de un continente convulsionado es tan solo uno de los mitos asociados al país del norte. La crisis migratoria que explotó en 2015 vino a poner a prueba esa y muchas otras leyendas y, hoy en día, ya casi no quedan espacios disidentes a una postura tajantemente antiinmigratoria. En Borgen, la primera ministra Brigitte Nyborg, abandonó su partido en protesta a esa posición. No ocurre lo mismo en un país en el que existe una lista gubernamental de guetos pero también de proyectos ya aprobados con fecha exacta para eliminarlos.

Vivir afuera

Cuando pacto una visita para ver mi departamento en la ciudad de Aarhus, Dinamarca, no tengo idea de dónde me estoy metiendo. Mi amigo danés Simon me pregunta cómo va la búsqueda de mi nueva casa. Le respondo que el barrio se llamaba Brabrand, que está a buen precio la habitación y que viviré con una mujer danesa de 50 años; por último, le muestro la dirección en el mapa. “¿Es en Gellerup? ¡Eso es un gueto, Agustina!”, me responde y la expresión me alarma.

Más tarde sabría que Brabrand es, en realidad, un barrio de casas grandes y mansiones blancas, que extendió sus dominios hacia el gueto por orden municipal. La vieja zona llamada Gellerup fue borrando su nombre: escuelas, jardines y clubes que antes llevaban ese mote lo fueron cambiando, buscando despegarse de la asociación a uno de los “barrios problemáticos”. Sin embargo, por tozudez política argentina, yo lo sigo llamando Gellerup desde que vivo allí.

En 2010 gueto pasó de ser un término peyorativo y cargado de significación histórica a una clasificación gubernamental. Actualmente, para el gobierno un gueto es un barrio donde la proporción de inmigrantes y de descendientes no occidentales supera el 50%. Estas áreas también deben mostrar alto desempleo, una tasa de condenas tres veces mayor que el promedio nacional y bajos niveles de ingresos o bajos niveles de educación. En la actualidad, 15 barrios de todo el territorio nacional son considerados guetos.

La lista es renovada cada año, en un acontecimiento mediático del que están todos pendientes y en el que nadie quiere figurar. Por eso, en los barrios que están “al límite” se dispara la creatividad: en 2019, la empresa propietaria de las viviendas de Bispeparken en Copenhague, mandó a sus empleados a golpear puertas para consultar a los vecinos migrantes si tenían alguna educación universitaria que no hubieran validado ante la autoridades. Necesitaban 17 personas con título para no ser considerados un “gueto duro”, es decir, un barrio que permanece más de cinco años seguidos en la lista negra. Consiguieron 22 y lograron escabullirse. Hay otras estrategias: algunas agencias de alquiler piden “estudiantes o graduados universitarios” o incluso “personas de alto poder adquisitivo” para poblar los departamentos de los guetos y así dejar de ser uno.

La mudanza

Mis primeras sensaciones al entrar al gueto son de despegarme agradecidamente de la burbuja perfecta de la ciudad. Me gusta decir que Dinamarca es como un country muy grande. Pero esto es diferente. Hacia el horizonte veo cómo se alzan unos bloques gigantes de cemento y adivino que este es mi destino. Lo confirmo cuando veo aparecer algo insólito en el paisaje local: un tuk tuk (también llamado moto taxi en algunas grandes capitales de Latinoamérica) rodando por la ciclovía, que desentona completamente. Me adentro. Hasta donde alcanza la vista hay complejos de departamentos. Fueron construidos en la década de 1970 por los trabajadores de Turquía, Pakistán, Marruecos y la ex Yugoslavia. Los proyectaron como una villa de viviendas accesibles y modernas: el hogar de más de seis mil personas, inspirado en los preceptos de Le Corbusier. Departamentos luminosos a la vanguardia de la época, con materiales sólidos, amigables, con grandes espacios verdes y un sistema autosustentable de calefacción con biomasa. Pero en los ochenta este complejo de viviendas sufrió un inesperado efecto rebote de la crisis del petróleo: los balcones se llenaron de migrantes y refugiados de Irán, Iraq, Somalia y Bosnia, a los que el gobierno asignaba viviendas baratas.

La sábanas y acolchados se estiran sobre los balcones y me llega el aroma de las especias de guiso que se cocinan al mediodía; también los de la mugre y el vaho de las meadas, amontonadas en los rincones de algunos espacios.Te puede interesar:   “Frida Sofía” bajo los escombros mediáticos: los designios de la falsedad

Ley de guetos

Cuando en febrero de 2018 el entonces primer ministro Lars Løkke Rasmussen presentó el plan Una Dinamarca sin sociedades paralelas, declaró: “La misma esencia danesa está amenazada y, por lo tanto, es necesario acabar con la idea de que todos en Dinamarca deben ser tratados por igual”. El plan, propuesto por el anterior gobierno de centroderecha pero impulsado por la actual coalición de centroizquierda, incluye un artículo que estipula que si ciertos delitos se cometen en esas “zonas con incremento de castigos”, las penas se pueden duplicar.

Además, desde que cumplen su primer año de vida, “los niños del gueto” son obligados a asistir durante 25 horas semanales a una guardería especial para educarse en los “valores daneses”. Dice el sitio oficial: “Durante el tiempo en la guardería, su hijo debe haber desarrollado su habilidad para hablar danés y haber aprendido las tradiciones y los días festivos daneses, como la Navidad, las Pascuas, el Día de la Constitución y la Cuaresma, así como las normas y los valores de Dinamarca”.

Pero eso no es todo: la Ley de Guetos también estipula que no podrá haber más de 40% de viviendas sociales para el año 2030. “Una Dinamarca sin guetos para 2030” es otro de los slogans con el que se promociona ese paquete de leyes. Eso significa que en Vollsmose, un gueto de Copenhague, se tendrán que demoler 1.000 viviendas. En Gellerup, de la ciudad de Aarhus, en donde vivo, se estipulan unas 400 menos. En otros barrios vulnerables se venderán y se convertirán en propiedades para inversores privados. Esto, naturalmente, conllevará al aumento del precio de alquileres y al desarme de esas comunidades que el gobierno califica de “sociedades paralelas”.

El plan provocó críticas de expertos de Derechos Humanos de la ONU. Y los residentes de los guetos se organizaron y demandaron al Estado. En Nørrebro, en Copenhague, entre sus calles tan llenas de cámaras de seguridad como de centros culturales, los vecinos pegaron posters con sus fotos por todo el barrio con la consigna “No a la Ley de Guetos: somos un barrio mixto”. En Gellerup, ondea una bandera que dice “No a la demolición” en perfecto danés.

Vidas paralelas

Es feriado pero el bazar de Gellerup no cierra por eso ni por nada, salvo que sea lunes. El gran galpón es un lugar único para comprar y lo más parecido a un mercado que se puede ver en casi todo el país. Los olores suben y se estancan en la humedad del clima danés: hay falafel, kebab, samosas, kepis, parrilladas con fuego. Hay pilas de verduras que no podría encontrar en ningún supermercado: mandioca, plátano verde, maracuyá, damascos, higos y todas las variedades de dátiles imaginables.

Los hombres fuman y discuten a viva voz. Hacen sus negocios, regatean; unas pocas matronas hacen la compra envueltas en sus ropas grandes y oscuras, cabizbajas. La sombra de una burka azul da vuelta a la esquina y me sorprende: está prohibido en este país cubrirse la cara con el velo. Pero este es un espacio liberado. Hay drogas de mala calidad, si se pregunta de la forma correcta. Hay condimentos y comidas de todo el mundo, fundamentalmente de Oriente. Hay muebles, alfombras y objetos para el hogar, cosas que jamás verías en el minimalismo de una casa danesa. Y también se despliega la moda: accesorios brillantes para el pelo, niqabs de colores diversos y hasta de imitación de Louis Vuitton. Aunque solo veo hombres con la vestimenta tradicional los días de boda en el gueto, las mujeres y niñas llevan su hijab con naturalidad, todos los días, todo el tiempo. Algunas sí, otras no, aunque anden juntas. De 3 años, de 20 y de 50. Me gusta jugar a imaginar las razones que harán que unas lleven túnicas y otras solo velo, que unas vistan violeta y otras negro, que una se hamaque con su hijab rosa mientras otra juega con sus rulos libres. Podría depender de qué tan religiosas sean sus familias, de si son somalíes, libias, sirias, afganas, de si sienten libertad de elegir o no puertas afuera. Me pregunto qué pasará puertas adentro.

Occidentales y cristianos

Para 2019 los inmigrantes “no occidentales” y los descendientes de inmigrantes de países no occidentales constituían el 8,9% de los 5,8 millones de habitantes del país. Ese término -“no occidental”- constituye la materia prima con la que se elabora la clasificación de los guetos, pero para el gobierno resulta demasiado heterogénea. “En Dinamarca no tenemos problemas con la gente de Latinoamérica o del Lejano Oriente. Tenemos problemas con la gente de Medio Oriente y de África del Norte”, declaró el ministro de Integración e Inmigración, Mattias Tesfaye, quien quiere dejar de meter a todos los migrantes en la misma bolsa y ser más preciso en la pirámide de la discriminación estatal.

“Tienen miedo de la identidad musulmana”, dice Salam (37) en diálogo con crisis. Ella huyó de Siria en 2015 y no sabía nada de Dinamarca. Quería llegar a Suecia porque, desde su vida entre bombas y cárcel, se imaginaba que allí tendría la total garantía de estabilidad y libertad: el soñado reino del welfare.

Mohammed, por su parte, nos cuenta que llegó a Dinamarca en 2015 desde Turquía, comprando un pasaporte robado por 10 mil dólares; está convencido de que es el precio que pagó por la libertad. Pero la libertad tiene sus matices: quiere cambiarse el nombre porque sabe que si su identidad deja de sonar como un nombre musulmán, tendrá un 50% más de probabilidades de ser contratado. Sueña con volver a trabajar de diseñador gráfico, la profesión que eligió en Siria, un país que para él ya no existe.Te puede interesar:   Jordania ¿Por qué la crisis social?

De acuerdo a las narrativas de integración danesas, cualquier migrante en Dinamarca debería encontrarse a sí mismo frente a dos caras de la misma moneda: un futuro danés o un pasado musulmán. Apunta Salam: “Nunca lograré ser totalmente parte de la vida acá, pero hago lo que hay que hacer”. Mientras algunos inmigrantes resisten la integración o la aceptan resignados, otros corren tras ella.

La revuelta

Hoy es el Día de la Constitución, feriado festivo. Las banderas rojas y blancas flamean en las avenidas de toda la ciudad, aunque no aquí. En el resto del país es una jornada dedicada enteramente a la política: la reina da su discurso, debaten funcionarios y referentes de los partidos sobre el estado del gobierno. Pero aquí, en Gellerup, es una tarde normal. El sol de verano obliga a salir a las veredas y las mujeres –solo ellas- hacen ronda de reposeras y hablan mientras los niños y niñas corretean. Se distinguen sus caras sobre las telas: las mayores usan chador, las jóvenes optan por el niqab. Fuman shisha toda la tarde. Las flores crecen en el verano por todo el parque del gueto y alcanzan el metro de alto, en todos sus colores. El paisaje arquitectónico cambió bastante desde que llegué. El plan del gobierno va aplicando sus mejoras: instalaron canchas y juegos infantiles, rompieron y edificaron nuevos departamentos, en donde las inmobiliarias pretenden invitar a más daneses a vivir, apostando a la gentrificación; montaron una estación de aparatos gimnásticos que duró tres semanas en pie antes de ser vandalizada; se hicieron sendas sinuosas de cemento; algunas son tan absurdas que la gente corta camino y marca los propios en medio de las flores; rompieron la negrura de las largas noches en el barrio, instalando luces de colores vibrantes sobre las calles y los edificios. Pienso que la gente rica elige cosas para la gente pobre que jamás usarían ellos mismos.

Cerca de las 4 los estruendos de la calle nos obligan a levantarnos. Algunos habitantes del barrio esperan una visita indeseada, con pirotecnia y fuego como armas. Salimos a los balcones para ver qué sucede en los límites del barrio. La gente se amontona y corre. Un político llamado Rasmus Paludan eligió como plataforma la esquina para él más problemática de la ciudad: la Puerta de Gellerup, la entrada al gueto. Paludan y los seguidores de su partido (llamado Stram Kurs, es decir, Línea Dura) saben que no son bienvenidos. El hombre, rubio y regordete, carga una fama que lo obliga a usar chaleco antibalas y cuenta con protección policial permanente. En el tumulto, un hombre de origen libanés, rodeado de cámaras de televisión, empuña un cuchillo y lo amenaza de muerte. El atacante es musulmán y es uno de los miles que la guerra trajo a las tierras vikingas. Con el cuchillo en la mano y la mirada fija en Paludan, sólo atina a gritar “Allahu akbar”, hasta que una bala policial le da en la pierna.

Entonces el sitio se transforma en una batalla campal. De un lado las banderas, las cámaras de televisión, la policía y Paludan; enfrente están los grupos vociferantes del gueto, en su mayoría jóvenes varones, que montan una barricada sobre la calle y arrojan piedras y cañitas voladoras a la policía, un espectáculo que nos tiene gritando desde los balcones durante varias horas.

No es la primera vez que se orquesta este desastre. Paludan pasó hace unos meses por Nørrebro, el gueto más grande de Copenhague. En una esquina quemó una copia del Corán y lo transmitió por Facebook. El evento provocó disturbios, porque si algo queda claro es que las identidades migrantes no se quedarán mirando sus destinos por celular. Aquella vez, Paludan recibió una lluvia de piedras y un joven sirio terminó en la cárcel.

Paludan quiere prohibir el Islam, deportar a los musulmanes y encarcelar a los extranjeros en un centro de detención en Groenlandia. En 2019 estas ideas llegaron a la boleta de las elecciones generales, aunque el abogado no logró entrar a Borgen: obtuvo un magro 1,8% de los votos, por debajo del umbral electoral del 2%. Pero Paludan es solo el representante más estrambótico de estas ideas; más allá de este personaje político –que supera ampliamente al campanudo Svend Åge Saltum, líder de la extrema derecha en Borgen-, quizá lo más impactante en la vida cotidiana es que los partidos que detentan el poder, sin importar afiliación ideológica, implementan invariablemente el espíritu de estas controversiales y mediáticas propuestas. Y a veces, incluso, lo superan.

Serie de cambios

Se comenta que la protagonista de Borgen, Birgitte Nyborg predijo con nueve años de anticipación a Mette Frederiksen, primera mujer en ser elegida como primera ministra danesa. Pero Nyborg y Frederiksen no son tan parecidas. “Creemos que vivimos en una sociedad multiétnica, por lo que es una pérdida de tiempo discutir cómo evitarlo”, dice la ficcional Nyborg. Para Frederiksen, la de verdad, Europa es “demasiado liberal” con su política migratoria, la inmigración masiva “es un problema” y después de asumir pidió cerrar todas las escuelas musulmanas del país.Te puede interesar:   Declaración de la Red en Defensa de la Humanidad

La coalición de centroizquierda que hoy está en el Borgen real ni siquiera tomó la precaución cosmética que tuvo la misma fuerza política en el período 2011-2015, cuando cambió el nombre de la lista de guetos al más amigable “lista de zonas vulnerables”. El voto socialdemócrata también apoyó las leyes de confiscación de bienes a los refugiados que llegaban al país y la prohibición del velo islámico. En septiembre del 2019, Frederiksen dio cabida a un nuevo título de “Ministro para la Inmigración”. El objetivo era mejorar los canales diplomáticos para que los solicitantes de asilo se fueran a otros países. Y tuvo éxito: en 2020 tan solo 1.547 personas solicitaron asilo en Dinamarca, la cifra más baja desde 1998. Pero el guarismo está lejos del objetivo de la primera ministra, quien afirmó en enero de 2021 que aspira a que su país reciba “cero” refugiados.

“En 2019, estaba claro: el que dijera lo peor o lo más restrictivo sobre los inmigrantes, ganaría las elecciones”, recuerda Ole Ellekrog, periodista especializado en problemáticas de vivienda, en diálogo con crisis. “Es una carrera hasta el fondo, una carrera hacia la derecha”, resume.

Los partidos políticos son la expresión de una parte importante de la sociedad danesa, que no escapa a las tendencias autoritarias que abrazan un territorio cada vez más amplio de Europa, sobre todo desde la ola migratoria de 2015. Quizá el origen más profundo esté, como indica la socióloga Jasna Balorda de la Universidad de Liverpool, en la erosión del mito que más enorgullece a los daneses, cualquiera sea su orientación política: su estado de bienestar. El mito persiste, aunque la crisis económica del 2008 proveyó la excusa perfecta para acelerar las reformas de corte neoliberal que comenzaron en 2002 como  consecuencia de la entrada del país en la Unión Europea y del debilitamiento de los sindicatos: se bajó la cantidad de tiempo que alguien puede gozar de seguro de desempleo de cuatro a dos años, se subió la edad promedio de las jubilaciones y se restringió el acceso a varios beneficios. Al mismo tiempo, cambió la retórica: según Balorda, se pasó de un sistema universal de garantía de derechos a los ciudadanos a uno “coercitivo, autoritario y neoliberal” que “apunta a disciplinar y castigar si ciertos criterios no se cumplen”. De acuerdo al politólogo Jørgen Goul Andersen, esto generó una nueva clase social: la de pobres indignos que no “merecen” la asistencia del Estado, una categoría étnica para referirse a los inmigrantes pero que ahora abarca a cada vez a más daneses.

País euroescéptico

“El Estado gasta demasiado dinero protegiendo a personas como Paludan, la policía debería estar para cosas más importantes”, se queja Anne Marie, mi compañera danesa de vivienda en el gueto. De 51 años, ella apuesta al barrio por el bajo costo de los alquileres y espera que el resto de los daneses descubra las bondades de la integración. Sus expresiones siguen a la opinión pública progresista: el asunto no es controlar estos discursos, el asunto es que son costosos para el Estado y aquí “no se pagan impuestos para proteger a políticos violentos”.

Aún se reflejan las luces de los patrulleros en los ventanales. Lo que dejó el Día de la Constitución es una guardia policial permanente, porque los jóvenes del gueto se manifiestan quemando basureros y autos, en una caravana de bocinas eternas que juega a esquivarle a la policía durante toda la noche.

Como en gran parte del mundo, son los partidos de extrema derecha quienes mejor han sabido explicar y explotar el sentimiento de desprotección, con una diferencia en Dinamarca: acá mantienen una posición favorable ante la asistencia del Estado, lo que les permite presentarse como defensores de los trabajadores de cuello azul, el precariado y los jubilados, a la vez que mantienen posiciones autoritarias ante los inmigrantes, el multiculturalismo y el Islam. Los migrantes son así construidos como enemigos de los valores daneses no solo en cuanto a su religión y cultura sino también como amenaza al estado de bienestar, el más danés de los valores.. La crítica a que “los hombres musulmanes no dejan trabajar a sus mujeres”, tan oída en el país, no solo es un reclamo del feminismo liberal sino también una exigencia de productividad a una comunidad que es vista como parásita de un Estado que debe, en primera instancia, atender a los suyos. “La primera ministra y sus amigos elitistas quieren ayudar a los pobres de África. ¿Pero qué pasa con los pobres en Dinamarca?”, se pregunta un senador opositor en un episodio de Borgen. Disputadas por Nyborg en la serie, en la vida real esas ideas fueron rápidamente absorbidas por la primera ministra Fredericksen: “El precio de la globalización desregulada, la inmigración masiva y el libre movimiento del trabajo lo pagan las clases bajas”.

Algo mítico emana de las postales que llegan al mundo desde Dinamarca: Estado de bienestar fuerte, mercado libre y competitivo, el país más feliz del mundo. Esas imágenes cuasi utópicas fueron inmortalizadas por Netflix cuando nos trajo Borgen. En paralelo, habitamos un mundo que da cada vez más miedo. Un mundo del que la euroescéptica Dinamarca a veces pareciera no querer ser parte.

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